domingo, 22 de noviembre de 2015

El Satiricón.

Esta obra, atribuida a Petronio, está constituida por una colección de fragmentos que tardaron más de tres siglos ser reunidos. El texto sobrevivió a la Edad Media escondido a la vista del público para evitar su destrucción debido a sus orígenes paganos y al contenido del mismo.
Se trata de una de las primeras narraciones en la cultura occidental que se corresponde con el concepto de “novela”, su importancia radica tanto en su estructura, novedosa para la época, como en su contenido, ya que podemos decir que es la primera obra que ironiza y ridiculiza en cierto modo los valores sociales de la época. Este tono satírico o picaresco, sin embargo, no fue invención de Petronio, este no hace más que seguir cultivando el estilo de Horacio, autor de las Sátiras, dos obras poemáticas en las cuales se muestran los excesos humanos.
Sin embargo la literatura de Horacio tiene como fin moralizar, muy distinto al objetivo perseguido por Petronio, que es más bien de carácter sarcástico.

A penas sabemos nada de la figura de Cayo Petronio Arbiter, presunto creador de esta obra maestra, sería complicado (por no decir imposible) componer una biografía precisa a cerca del autor, puesto que las noticias sobre el mismo son harto escasas. Algunos historiadores llegan a colocarlo en tiempos de Augusto, otros de Tiberio… Podríamos situar su fecha de nacimiento entre los años 14 y 27 d.C, de su muerte se tiene constancia entre los años 65 y 66.

Petronio también fue conocido como “el árbitro de la elegancia”, debido a su sibaritismo y su gusto por el buen vivir, por ello se dice que no fue otro sino Nerón, el César, quien le adjudicó el título de Arbiter Elegantiae, no por su manera de vestir, sino por su manera de ser. Poseía un sentido del humor agudo, cínico, brillante y creativo, profundo e inteligente en su pensamiento y, sin embargo, hedonista en su conducta. Este favoritismo del César suscitaría la envidia en la frívola corte, lo cual le acarrearía nefastas consecuencias. Fue nombrado tercera víctima de la Conjura de Pisón, aunque parece ser que no llegó a entrar en ella. Dicha conjura fue un complot instigado principalmente por la figura de Cayo Calpurnio Pisón, mediante esta se pretendía derrocar el gobierno de Nerón. Pese a no haber participado en dicho complot, Tigelino lo denunció con falsas acusaciones, acusaciones debidas a la envidia de los cortesanos que pululaban en torno a la figura del Emperador.

Dirigiéndose a Camparia con el fin de justificarse ante Nerón se dio cuenta de que su causa no marchaba por el buen camino y, antes de que le fuera comunicada la condena, la orden final de suicidio, decidió ser él mismo quien tomara la iniciativa. Según se dice se abrió las venas y, con el objetivo de retrasar a la Parca lo máximo posible, se ató las venas sangrantes, conversó animadamente con sus amigos (de hecho se dice que incluso dio una fiesta para tal acontecimiento, haciendo gala de su enorme sentido del humor) y tras esto decidió echar en cara a Nerón todos los vicios que en su corte proliferaban, escribió una documentada misiva a cerca de los mismos y firmándola y haciéndose responsable de ella se la envió al propio Nerón, tras esto terminó siendo abrazado por la Parca que, no en vano, había retrasado. A lo largo de la Edad Media y del Renacimiento se pensó que esta carta escrita al Emperador no era otra que el Satiricón, sin embargo los estudios de la Modernidad han advertido que un hombre en esas condiciones es incapaz de redactar los seis tomos que conforman la novela debido a que su mente es incapaz de centrarse lo suficiente.

Por supuesto que entre las líneas del Satiricón puede entreverse una firme crítica rebosante de sarcasmo contra el gobierno de Nerón, los contrarios a Petronio y a su obra trataron de ver en esta un reflejo de la vida hedonista de su autor. Podría catalogarse esta joya de la literatura como una novela itinerante, un libro de viajes, o incluso como un panfleto político, una narración erótica. A mi parecer la postura más acertada para contemplar el Satiricón es verlo como una denuncia de una sociedad abocada a la degeneración, una sociedad colmada de individuos que buscan en el derroche, los vicios y las bajas pasiones su realización personal. Esta obra posee una enorme importancia, puesto que trascenderá más allá de su tiempo, encontrando su reflejo en obras como el Decamerón, una magistral obra de Bocaccio, influenciará a la novela bizantina y a toda la picaresca posterior. El mismo Quevedo alaba tanto el estilo como el contenido del escritor latino.Esta obra contiene novela, poema serio, parodia en verso, crítica literaria, caricatura bufonesca, historia maravillosa y todo esto bañado en sátira.

El lenguaje también es un elemento muy interesante en esta obra, siendo objeto de estudio de muchos filólogos. El narrador se expresa en un latín impecable y, pese a ello, los personajes utilizan un latín más coloquial en todas sus variantes, incluso una curiosa lengua híbrida hablada en las ciudades marítimas cuasi griegas. Como podemos apreciar se puede ver claramente el respeto hacia el registro lingüístico de los personajes, acorde a su trasfondo y papel en la obra, aportándole una mayor verosimilitud a la obra al reflejar así, ricamente, a la sociedad de la época incluso en la forma de hablar. Esta inmensísima variedad estilística servirá para subrayar la inestabilidad y el confuso caos que caracterizan a esta sociedad de los tiempos de Nerón.

Pasamos, una vez realizado este breve estudio preliminar, al argumento del Satiricón.

La obra la constituyen una sucesión de relatos cuyo único nexo de unión es el protagonista, Encolpio, y sus dos acompañantes: Guitón y Ascilto. Estos jóvenes son una suerte de pícaros buscavidas que buscan su beneficio propio, aprovechándose de amigos y conocidos gracias a su facilidad para la palabra y, en algunos casos, a su belleza (Sobre todo la del adolescente Guitón).  
Entrando, algo más en profundidad, en sus protagonistas vemos que el narrador, Encolpio, es un joven viajero, un trotamundos. Eumolpo es un incontinente sexual y víctima de Encolpio. Guitón, el amor de Encolpio, es un adolescente que plantea el problema del amor platónico reflejado en El Banquete. Los celos que este adolescente provoca en Encolpio serán el detonante de muchas de las desgracias que acontecerán a ambos, alejando así a Encolpio de la felicidad basada en la placidez horaciana. Guitón aparece en la obra en toda la plenitud de su belleza de dieciséis años, siendo capaz de despertar su mera visión sentimientos en todos los que conoce. Ascilto, por su parte, es una aventurero carente de moral e iniciativa propia, no es más que un parásito que se dedica a vivir, mediante artimañas, a costa de todos los que le rodean. Trimalción, el cual posee un nombre fonéticamente similar al de Nerón, representa a la corrupta sociedad romana, sociedad que hacía enfermar al individuo haciéndole (en palabras de César) afeminar su ánimo y su espíritu. Para Trimalción sólo cuentan el oro, las riquezas y la ostentación de la misma, derrochándola y recreándose en la opulencia de esta vida que le ha sido regalada.

Volviendo al tema principal de la obra cabría distinguir tres partes en la misma: La escena inicial, La Cena de Trimalción y las Aventuras en Crotona. 

En la parte inicial encontramos una escena declamatoria, muy común en la época, sobre todo en las escuelas de retórica y en las ágoras griegas. Encolpio se percata, mientras el orador entretiene al público, de la desaparición de Ascilto. Procede a buscarlo por toda la ciudad y no llegará a encontrarlo hasta conseguir regresar a la habitación que tenían alquilada en un establecimiento que no es otra cosa sino una casa de sodomía y prostitución. Los tres compañeros deciden irse de la ciudad, agobiados y sofocados por el ritmo de la misma, para refugiarse en la villa de Licurgo, donde encontrarán a Licas y Tritena, dos amigos ricos, el primero poseedor de una nave mercante y la segunda compañera acomodada del primero. El sedentarismo de la villa de Licurgo, que no consiste en otra cosa que orgías y desenfreno, termina por aburrir a los tres protagonistas, los cuales, tras discutir con el dueño de la casa y robar cuanto encuentran allí de valor, huyen en mitad de la noche. Un oportuno accidente hace que nuestros pícaros se encuentren de nuevo provistos de dinero al encontrarse, de nuevo, una capa donde habían cosido una cantidad notable de monedas de oro en manos de un campesino que, desconocedor del tesoro oculto en la prenda, termina por ser engañado y cede la capa a los protagonistas. Ya desahogados económicamente comienzan a planificar sus siguientes pasos en lo que serán sus aventuras eróticas, sin embargo terminan siendo secuestrados por una sacerdotisa del culto a Príapo, deidad de la fertilidad, la cual dice que estos pícaros han violado los sagrados ritos del dios. Pese a esto conseguirán escapar de las garras de esta y dará comienzo la siguiente escena.

La Cena de Trimalción.

Este es el episodio, sin duda, más largo que se conserva de la obra. Quizás fuera separada del texto original con el fin de poder ofrecerla como un texto aparte, lo cual podría explicar su integridad. Es aquí cuando el autor se luce en toda una riquísima descripción haciendo gala de una prosa impecable y sublime, capaz de transportarnos a la misma escena debido al lujo de detalles que colman toda la escena. Esta riqueza se deja ver en los muebles, pinturas, arquitectura y todo lo que conforma la vida de Trimalción. Petronio, sin duda un gran conocedor de la psique humana, retrata a la perfección a Trimalción, un liberto que ha logrado enriquecerse hasta lo absurdo debido a sus exitosas transacciones económicas, no es otro sino este el episodio que mejor simboliza la tiranía y las riquezas, al igual que la vida excesivamente pomposa del emperador Nerón. Volviendo a la figura del anfitrión este se nos presenta como un hombre que derrocha su fortuna con el objetivo de disfrutar de su vida hasta que la salud se lo permita, posee un inventario inacabable de bienes y propiedades extendidas casi por todo el mundo conocido, las características que más nos llaman la atención de Trimalción son su ignorancia y su engreimiento. La supina ignorancia del riquísimo liberto queda al descubierto al narrar este las estratagemas de Aníbal para apoderarse de Troya, entre otras barbaridades. Sin embargo los invitados, como buenos parásitos, lisonjean sin parar a su anfitrión para no perder el favor de éste. A lo largo de la escena Trimalción utilizará su afamada muletilla “En fin, callo para que no me tomen por un fanfarrón.”, sin duda el sentido del humor de Petronio es impecable, cínico y sumamente ácido, una delicia. Tras un amplísimo despliegue de delicias para agasajar a los comensales, aderezada con la intervención de unos acróbatas, música y una lectura de algún poema de Trimalción, la cena concluye y los invitados pasan al baño, nuestros protagonistas tratarán de huir, pero verán su escape frustrado y serán conducidos al baño del que, finalmente, lograrán escapar.

Aventuras en Crotona.

Es en esta suerte de fragmentos que conforman la tercera parte de la narración donde aparece la figura de Eumolpo, un viejo y excéntrico poeta aficionado a lanzar sus composiciones satíricas al aire en los momentos menos oportunos, haciéndole granjearse el desprecio de muchos, además de alguna que otra tunda. De las intervenciones que realiza pueden extraerse dos poemas La destrucción de Troya y  Guerra civil, ambos sin parangón y provistos de una genialidad, por desgracia, lejos de nuestro tiempo. La rivalidad por el amor del joven y bello Guitón, que tanto lleva desestabilizando el grupo formado por los tres pícaros, provocará que la rivalidad entre Encolpio y Ascilto salga a relucir con más fuerza, dándose incluso situaciones de violencia entre ambos, el grupo se fragmenta, quedando Ascilto abandonado de esta manera. Encolpio y Guitón trazan un plan con Eumolpo (el cual también está prendado de la belleza del joven) que les permita huir de la ciudad debido a la incesante búsqueda en la que Ascilto está enfrascado con el fin de encontrar a Guitón y mantenerlo a su lado. La nave en la que emprenden la huida resulta ser propiedad de Licas y Trifena, se suceden las desgracias en el barco una tras otra hasta que la diplomacia de Eumolpo es capaz de solventar la trifulca, de forma pasajera todo sea dicho. Finalmente los protagonistas son víctimas de un naufragio del que son rescatados, mientras Encolpio y Guitón se ataban con un cinturón para perecer ambos dado el caso, Eumolpo estaba enfrascado en la composición de un poema de extraordinaria longitud que se niega a abandonar hasta haberlo terminado. Deciden, al llegar a Crotona, que harán pasar a Eumolpo por un rico, siendo ambos pícaros sus ficticios sirvientes, con el fin de aprovecharse de los cazafortunas y los parásitos que abundan en dicha ciudad. Eumolpo es colmado de presentes por los habitantes, que creen que serán incluidos en el testamento del viejo. Encolpio pasa a hacerse llamar Polieno y entabla relaciones de alcoba con Circe, a la vez que lo hace con su sirvienta que actúa como Celestina entre ambos, se sucederán también una serie de desgracias hasta que, finalmente, se descubre el engaño y Encolpio y Guitón huyen de Crotona mientras que Eumolpo será finalmente tratado según la costumbre de la Marsella.

martes, 10 de noviembre de 2015

Sobre el pasear.

¿Y qué es pasear sino el acto de andar? Bueno, es algo que va mucho más allá de recorrer calles, dejándote guiar aparentemente por el azar. Va más allá que pisar el adoquinado, de forma acompasada, sin un rumbo fijo. Es, sin duda, todo eso sí, pero también va más allá.

Es escuchar, ver, oler, sentir, dejarte invadir por el murmullo del tráfico, las conversaciones entrecortadas de la gente que pasa a tu alrededor y forma un rompecabezas desquiciante, cada paso sobre la piedra, el asfalto o la mullida hierba cuenta. Notas el viento y sus cambios de dirección golpeando contra tu cara y tu pelo, sientes cómo el aire recorre tu espalda como la caricia de un antiguo amante al colarse por tus ropas. Cada rayo de sol que golpea contra ti arranca fragmentos de hielo de tu interior adormecido, las ráfagas de aire arrastran aromas desde el lugar más recóndito que se pueda imaginar, hierba, castañas asadas si es invierno, o cualquier suerte de perfumes y colonias procedentes de los viandantes.

El oído es, probablemente, uno de los primeros sentidos en perderse junto con la vista. Se ve asediado continuamente, por el trino de los pájaros, el bullicio constante, el tráfico impertinente y un sinnúmero de cosas, de las cuales muchas pasan completamente desapercibidas en la mayoría de los casos, quedando sepultadas bajo otras mucho más llamativas. El gañido de las sirenas de los servicios de emergencia suele acallar al resto de sonidos, quizá por la alarma implícita que acarrean y la urgencia de su llanto. A veces, con suerte, algún músico andará tocando en alguna esquina, buscando algunas monedas procedentes de los viandantes y, con más suerte aun, será un buen músico y te regalará el oído durante una parte de tu trayecto.

También es un gusto y un recreo para la vista el perderse en ese maremágnum de caras, sumergirse en la vorágine de colores que gira a tu alrededor sin cesar, sin un respiro, podrías marearte tratando de sacar algo en claro de uno de los rostros que se te presentan puesto que este es inmediatamente sustituido por otro. Una verdadera colección de tonos de cabello, ojos, piel, labios, capaz de dejar boquiabierto a cualquier pintor debido a la envidia por semejante paleta de colores.
El olfato también se ve enormemente agasajado en los paseos, entablando una relación directa con el aire que envuelve a todos los paseantes y, robándole a cada uno parte de su aroma, arrastra su perfume por todas partes. Hay que estar atento si lo que se desea es desentrañar el misterio de algún exótico aroma de procedencia desconocida, lo cual probablemente suscite más de una emoción en el individuo que lo recibe en sus fosas nasales, es sabido que asociamos muchos recuerdos con determinados olores y su mera presencia, aunque sea fútil y pasajera, puede despertar en nosotros esas emociones encadenadas a recuerdos íntimos. Existen olores capaces de arrancarnos un par de lágrimas, enturbiando así nuestra visión cubriéndola con un velo cristalino durante unos instantes, no pasa nada, tras un par de segundos ese olor evocador desaparecerá engullido por el torrente que forma parte del aire.

¿Qué decir entonces del gusto? También se ve sorprendido, ya sea de forma agradable o, todo lo contrario, cuando llegan flotando ciertos aromas tan intensos que toman corporeidad en nuestra boca, pasando de ser meros entes etéreos como fantasmas que se arrastran por el aire a arrastrarse por nuestras papilas gustativas, dejándonos paladear durante unos breves y, sólo a veces, deliciosos instantes. Quizá sea desagradable saborear las cenizas procedentes del puro del señor que aguarda a tu lado a que el semáforo cambie de color y le permita cruzar la calzada, pero este sentido se ve sumamente satisfecho al pasar cerca de una panadería y saborear el pan recién horneado como si estuviera verdaderamente en tu boca, o las ya mencionadas castañas asadas.

Y no por todo esto debe menospreciarse el tacto ya que uno de los mayores placeres concebibles en pleno invierno es sentir el roce de los dorados rayos del sol, notar cómo van calentando tu espalda y se deslizan por ella, encendiendo tu cuerpo y, a modo de corazón auxiliar, ayudando a que la sangre recorra con renovado vigor el sistema circulatorio. Del mismo modo la caricia de un trazo, hecho como por un pincel invisible, de viento contra la frente en verano puede aliviarle a uno la mayor de las cargas que pueda transportar, dándole un respiro y un soplo nuevo, insuflando así nuevos ánimos.


Visto esto podemos concluir con que uno puede disfrutar de cada paso que da y los olores, las visiones, los sabores, las sensaciones, los recuerdos y todo lo que puede traer consigo, disfrutando en todos los aspectos del paseo o, simplemente, puede limitarse a andar, quizás sumido en sus pensamientos.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Del todo a la nada.

“¡Piensa por ti mismo!” “¿Es que no sabes hacer las cosas por ti mismo?” “Debes creer en ti mismo.”  Una y otra vez este añadido del “ti mismo” se repite en nuestro día a día, forma parte por completo de nuestra forma de hablar y expresarnos. El lema de la ilustración: Sapere aude, atrévete a saber, a conocer, por ti mismo también poseía esta carga.
Podemos preguntarnos: ¿Dónde reside ese en-mí-mismo? ¿Qué es exactamente ese “yo”?
Sería absurdo plantearse la existencia de ese yo-mismo si contemplamos que no somos más que el mero resultado de nuestras circunstancias, tanto sociales como económicas e, incluso, biológicas. Sin duda podríamos quedarnos con esto y desechar al yo-mismo, quedando esto como una mera expresión. En este caso a la pregunta sobre la residencia de este ser-en-sí-mismo quedaría zanjada con un: No reside, directamente no existe siquiera.

¿Estamos, pues, huecos en cierto modo? ¿Qué es lo que nos hace realmente especiales y únicos como individuos? Existe, por supuesto, una respuesta de carácter científico a esta última pregunta: la genética. Cada uno de nosotros posee un código genético único para sí, un código irrepetible, sí, que viene condicionado por la herencia. Es este auge científico que venimos “sufriendo” el responsable de la pérdida de este “yo mismo”, se han perdido las esencias, todo ha quedado reducido a la materia. No somos más que reacciones químicas, físicas, movimiento de fluidos, impulsos eléctricos… El ser humano ha quedado como una máquina, a un amasijo de huesos, tendones y músculos sin un fin determinado más que moverse, desde el momento de su nacimiento, hasta la muerte.
Se han perdido todas las esencias, las cosas son meras apariencias medibles, cuantificables y que se corresponden con cálculos y fórmulas de carácter matemático empíricamente demostrables. Hemos quedado reducidos al número. Podemos ser perfectamente predichos, somos manipulables en forma de número, hemos perdido toda individualidad.
Antes era la Ciencia quien nos arrancaba la parte espiritual y, ahora, la sociedad nos arranca la parte material, nos saca los huesos, nos arranca las vísceras y nos despoja de todo nuestro interior, nos reduce a máscaras de piel huecas y, con ello, al número. Uno ya no es un ser completo, ha perdido su “sí mismo”, después de eso tampoco es una máquina completa, puesto que ha perdido su “corporeidad” en favor del número.
En cierto modo hemos pasado por una transición del “yo mismo” al “nosotros mismos”, puesto que al ser parte del número somos parte, con ello, de la sociedad. Uno ya no se pertenece a sí mismo, ahora es compartido por el resto de individuos y este, a su vez, comparte a los demás individuos.

En suma: Partimos de un individuo completo, un ser que consta de espiritualidad (que no espíritu) y materia, esta espiritualidad se verá pulverizada por el auge de las ciencias y del racionalismo pasando a quedar sólo la materia. Finalmente los tiempos modernos harán que esta materialidad se pierda, casi a la par que la espiritualidad, pasando a ser este individuo un número más, perfectamente cuantificable, medible, sopesable, predecible y manipulable.

Hablábamos antes del individuo hueco, vacío, ahora nos encontramos con seres hechos de vacío, de nada. Ya no estamos ante el vacío, enorme, inabarcable, inenarrable y aterrador, no nos encontramos ante esa inmensa vastedad inefable, ahora somos parte de ella. ¿Cómo puede uno salir de esta situación? ¿Cómo podemos volver a corporeizarnos, a estar completos? Buscando en nuestro interior los restos del “yo mismo”, juntando los pedazos que la sociedad y el racionalismo no hayan pulverizado y tratar de reunirlos de nuevo lo mejor posible. Por el contrario también podemos recrearnos en la vastedad de este vacío, nadar en él desprovistos de esencia y sustancia, disfrutar de esta ligereza que uno siente cuando pierde todo rastro de sí mismo.  

En nuestra mano está el buscar completarnos o el terminar de vaciarnos, arrojarnos a la nada de la que salimos y aprovechar nuestros últimos días sumergidos en ella… bueno, quizás esto no sea tan malo.

lunes, 2 de noviembre de 2015

La hoguera.

Los humanos, decididos y animados,
pensaban empezar de cero,
crear un mundo puro y nuevo
lejos de la barbarie y el tormento.

Querían prenderlo todo,
rehacerlo con el tiempo.
Creyeron evolucionar
destruyendo todo lo viejo

Pero allá a lo lejos
una figura embozada
con su cabeza coronada con cuernos
reía, sin parar, a carcajadas.

Reía porque cada hombre,
cada mujer y cada niño,
queriendo librarse del mal,
queriendo hacer un mundo bueno,

olvidaban, sin embargo, arrojarse ellos al fuego.

La Mettrie - El hombre máquina

El hombre máquina- La Mettrie.
La Mettrie fue un médico y pensador francés, nacido en Saint-Malo en el año 1709. Ya a los quince años compuso un tratado de teología durante su estancia en el colegio de Plessis, esta obra fue realizada bajo la atenta supervisión de Cordier, su maestro de lógica. Sin embargo este apasionamiento quedó completamente anulado pocos años más tarde, cuando La Mettrie comenzó a repudiar todo lo teológico. En 1725 cambió el curso de sus estudios, matriculándose en Física, durante ese tiempo estudiará también Medicina y pasará a ejercerla en su ciudad natal, aconsejado por el médico Hinauld. Comenzó a publicar ciertos libros que generaban polémica entre sus colegas, los cuales atacaban a La Mettrie en algunas de sus obras, dicha polémica fue creciendo y fueron varios médicos los que pasaron a tomar parte en ella.
No tardará en abandonar su ciudad natal para dirigirse a París, donde será nombrado cirujano de la Guardia Francesa por el conde Grammont, gracias a su condición de médico militar pudo presenciar varias batallas muy de cerca, en una de ellas, el asedio a Friburgo tuvo una revelación en mitad de un ataque de fiebre. Ahí comprendió que un alma independiente del cuerpo no podía ser más que una mera fantasía, al corresponderse todos los pensamientos, funciones y fuerzas mentales con el estado del cuerpo. En ese ataque de fiebre se veía asediado por imágenes confusas, danzaba en un maremágnum de caos y le era imposible pensar claramente, de ahí saca la base para su filosofía materialista, de la imposibilidad de una separación entre alma (mente) y cuerpo.

Expuso por primera vez esta filosofía publicando Historia natural del alma en 1745, pese a la admiración de Federico II hacia el autor su obra encolerizó a un todos los tipos de creyentes que había en Europa por aquella época. Su obra fue categorizada como una herejía y el autor fue objeto de persecución, se consideró incluso que había cometido un delito de opinión. Tras esto se vio obligado a huir a Flandes, donde fue nombrado jefe de los médicos de los hospitales de Lille, Bruselas, Gante, Worms y Amberes, aun así durante su estancia en Flandes no cejó en su empeño por seguir escribiendo, esta vez sobre las impresiones que los médicos y su conducta le producían. Esta vez fueron sus propios colegas los que arremetieron contra él, en lugar de los teólogos, la libertad de pensamiento de La Mettrie había exasperado a demasiados de ellos, gracias a su fuerza de opinión acabaron expulsándolo también de Flandes. Sus libros fueron quemados públicamente en las escaleras del Parlamento y fue acusado de espionaje y amenazado con la cárcel.
En Holanda se consagró por entero a su obra filosófica, dejando de ejercer la medicina, fu entonces cuando publicó El hombre máquina, el impacto de esta obra fue demoledor todos los religiosos de la ciudad se revolvieron contra el filósofo francés al unísono. Nuevamente se vio obligado a marcharse, esta vez con lo puesto, en mitad de la noche y bajo la lluvia, ayudado por un amigo suyo, un librero de Leiden. Fue acogido, finalmente, en la corte de Federico II, allí no sólo se entregó al ejercicio de su filosofía con la publicación de obras como El hombre planta, El discurso sobre la felicidad, El arte de gozar y El sistema de Epicuro, sino que también se arrojó a su inclinación por el placer y a la comprobación de su propuesta filosófica de que el fin mismo de la vida es el placer de existir. Curiosamente su muerte le sobrevino el día 11 de noviembre de 1751, debido a una intoxicación alimenticia por la ingesta de paté relleno en mal estado.

Dos eran los sistemas filosóficos, claramente distinguibles de la época, el Espiritualismo y el Materialismo, este último será el que La Mettrie tome como modelo, siendo también naturalista. Su interpretación nace gracias a dos luces concedidas por la naturaleza: La experiencia y la observación.
Podemos catalogar su pensamiento como un Materialismo ilustrado, mecanicista y de corte naturalista. Parte de la creencia de que tanto el cuerpo como el alma están constituidos de una única sustancia, niega una inteligencia “divina” que haya establecido un orden cósmico y al no existir un sujeto previo que constituya y organice el universo este mismo no tiene plan ni función alguna. El universo tiene un único principio, por tanto todo está constituido de una única materia ciega, la cual se transforma a sí misma. Por lo tanto tan solo existen múltiples variaciones de una misma materia que, a su vez, puede organizarse en un número casi infinito de formas. Este universo, esta existencia carece de un principio y una finalidad que vaya más allá de la existencia misma. La única razón de la vida es vivirla, la única razón de la existencia es la misma existencia. El ser humano no está hecho para conocer el infinito, por lo tanto nos resulta imposible remontarnos al origen mismo de las cosas y seríamos, incluso, más felices de este modo. Da igual la existencia o no de un dios, o que la materia sea verdaderamente eterna e inmutable, la vida está para vivirla, para nacer y para morir. Todo está sujeto al azar, pero es la invención de Dios lo que anula este azar. El universo, para La Mettrie, sería más feliz de ser ateo, de este modo se eliminaría toda disputa religiosa, toda guerra teológica.

Sin embargo, puesto que todo está en movimiento, todo puede ser explicado mediante las leyes de la mecánica, aquí viene su mecanicismo, al decir que todos los seres vivos puesto que estamos constituidos de materia, somos similares a máquinas. De esta forma humanos y animales quedaríamos igualados y al mismo nivel. De la observación de los cuerpos llevada a cabo por La Mettrie nace su pensamiento de que todos los cuerpos son máquinas que montan ellas mismas sus propios resortes, son estructuras autorreguladas. Ya Descartes, en los inicios de la Modernidad igualaba el cuerpo humano a la máquina, aunque La Mettrie irá un paso más allá, negando la dualidad cuerpo-alma al decir que ambos constan de la misma materia que los conforman.

Los principios motores de los cuerpos son semejantes en animales y humanos, existen en ambos casos movimientos involuntarios, tanto en vida como postmortem debidos a los pequeños resortes de los que dispone la materia. Existe, a su vez, una estrecha relación entre la imaginación y el movimiento del cuerpo, un principio de simpatía que La Mettrie ilustra con una claro ejemplo relacionado con cuerpos cavernosos que se llenan de sangre, aumentando así su volumen, ante el mero estímulo de la propia imaginación.
El alma no sería más que un principio del movimiento o una parte material sensible del cerebro, el cual puede considerarse como un resorte principal de todas las máquinas compuestas de un sinnúmero de pequeños resortes que se montan unos a otros. Todos estos resortes más pequeños no serían más que una emanación del cerebro, el resorte principal, puede verse perfectamente en el ejemplo anteriormente expuesto relacionado con los cuerpos cavernosos y la entrada de la sangre en ellos. La verdadera medicina consistiría en renovar la máquina y sus resortes a medida que esta se va perdiendo o deteriorando.
Rechaza, por completo, que sea el alma la que produce esos movimientos en el cuerpo, ya que postmortem puede inducirse aún una suerte de movimientos: espasmos y contracciones, en el cuerpo. La materia se mueve, en efecto ante un estímulo y por sí misma, pudiendo auto-estimularse, accionándose así estos pequeños resortes sin importar que nos encontremos ante un individuo vivo o un cadáver fresco. Esta materia puede moverse por sí misma no sólo cuando se encuentra organizada, como podemos ver en el ejemplo de un rabo de lagartija que se contorsiona tras ser arrancado, o un corazón de rana que al ser calentado por el sol vuelve a latir ligeramente. Aunque es la materia organizada la que posee únicamente un principio motor.
Esta naturaleza del movimiento nos es, sin embargo, tan desconocida como la de la materia.

En un ejercicio de anatomía comparada el autor equipara el cuerpo humano al cuerpo animal, puesto que ambos poseen el mismo carácter mecánico, deduce cierta continuidad material al comparar el cerebro humano con el de otros animales, esta continuidad material abarcaría a todos los animales que conforman la naturaleza. Lo cual nos indica que la transición, el paso del animal al hombre, no es violenta. La principal distinción entre el mundo humano y el mundo animal radica en el lenguaje y el conocimiento, siendo secundario lo espiritual y, por tanto, posterior a la materia. De esto podemos discernir que el cuerpo precede al alma, la cual se constituye de la misma sustancia que este. En esta comparación de anatomía cerebral, La Mettrie dice que cuanto más se gana del lado del “espíritu” más se pierde de los instintos, por lo tanto a mayor ferocidad menor será el cerebro del animal y, por el contrario, cuanto más cerebro tenga el mismo más dócil resultará. Esto es para él, sin ningún tipo de duda, una condición singular impuesta por la misma naturaleza. Aunque en esto no influye tan solo el tamaño del cerebro, también se ve reflejado el equilibrio entre sólidos y líquido, lo que dictamina lo blando que es el órgano en sí. Sostiene, desde una postura por completo anti-especista que sería posible enseñarle el lenguaje a un animal y que la incapacidad de dicho animal para aprenderlo tan solo nace en el defecto de los órganos del habla, debido a una configuración de los mismos completamente diferente a la humana.
El animal pasa a ser hombre mediante una transición, en absoluto, violenta, con el ejercicio del lenguaje y con él de leyes para regular la convivencia de los individuos, además del desarrollo de las ciencias y las artes, en resumen, con la cultura. Gracias a esto el animal pasaría a ser hombre y desarrollaría conocimientos simbólicos.

Establece que la principal diferencia entre humanos y animales radica en la capacidad para imaginar, todos los procesos mentales se reducen al acto imaginativo, por tanto (a grandes rasgos) la única acción de la mente consiste en imaginar, algo propio de la actividad del cerebro, el cual es un órgano material. Por ello la materia está dotada de esta capacidad imaginativa. Todo valor humano, para La Mettrie, se debe a una organización orgánica natural del cerebro, de este modo las artes, las ciencias, la filosofía y un largo etcétera nacería de esta organización estructural.

Somos, al igual que los animales, máquinas cuyos resortes se montan a sí mismos, por lo tanto estamos sometidos a una ley natural. La materia tiende a la virtud por encima del vicio, ya que la primera produce placer mientras que el segundo repugna. De esta forma podemos discernir que la materia tiene la capacidad innata de distinguir entre vicio y virtud. Al no tener un ser que la organice la propia materia tiene la capacidad de sentir dolor y placer, esto la autorregula en la búsqueda de su propia felicidad. Para La Mettrie la máquina, tanto para el hombre como para los animales, está hecha para la búsqueda de la felicidad, no del conocimiento. Sostiene que la ignorancia es la base de la felicidad, el desconocimiento es lo que verdaderamente es natural en la materia, a lo contrario, al saber y el conocimiento, sólo se llega mediante el abuso del funcionamiento de dicha materia. Por ello este abuso de la máquina conduce al conocimiento y el saber, lo cual forma la psique humana, esta sería antinatural y estaría formada con cierta violencia, en base a un abuso de nuestras capacidades innatas.

La pérdida de la naturaleza humana se da con la infelicidad debida al conocimiento, este mismo destruye las ilusiones. Para La Mettrie la naturaleza nos ha creado para ser felices, no sabios, a esto hemos llegado mediante un abuso de nuestras facultades orgánicas. Esto, dice, es culpa del Estado que alimenta a lo que para él son holgazanes que se hacen llamar vanidosamente filósofos. Algunos autores como Nietzsche sostendrán siglos más tarde que este exceso de conocimiento produce la caída al nihilismo, por tanto es necesario el arte para evitar esta caída. Sin duda existe para La Mettrie el saber superfluo, que lo único que procura son tormentos y desdichas, sabiendo esto nos dice que el ser humano no debe tratar de ir más allá en la búsqueda de la razón para existir, ya que la finalidad misma de la vida es ser vivida. Todo gira en torno a una certeza que es, a su vez, una necesidad demostrada por la experiencia: Vida y Muerte.

Si bien Descartes equiparó el hombre con la máquina y por ello es ensalzado por La Mettrie, su cogito será rechazado y despreciado, quedando relegado, ya que la esencia del hombre no es el pensamiento puesto que este no existe en tanto que sustancia. Los cuerpos se mueven, ya que tienen en sí mismos el principio del movimiento, lo cual les permite realizar toda función desde la más sencilla a la moral más compleja. De esto discernimos que la moral es, también, fruto del movimiento de la materia. Esta afirmación, a priori algo compleja es fácilmente explicable: Puesto que todo está constituido por materia, en continuo movimiento, y al estar tanto el alma como el cuerpo compuestas por esta misma materia en movimiento, todo resultado de la mente, todo pensamiento y proceso mental tiene su origen en el movimiento de la materia. Al ser la moral producto de estos pensamientos esta nace del movimiento constante de la materia que constituye el cuerpo, el alma y, en suma, todo.

La Mattrie funda, en base a esto, una ética basada en el goce, en la tendencia de los cuerpos mismos al estar estos hechos para el placer y su propia felicidad. Niega, de este modo, el espíritu como sustancia, estableciendo que la materia no es en absoluto algo inferior ya que, al negar el espíritu, no existe nada superior a ella. De esto resulta un total amor hacia la vida, lo cual se puede apreciar claramente en su obra El arte de gozar. Sostiene también que los mismos estados morales pueden originar un mal funcionamiento en la máquina al impedir su tendencia básica a la felicidad y el placer. Esta postura, catalogada como inmoral, creo una enorme indignación entre sus contemporáneos, siendo incluso catalogada su obra El hombre máquina como Pestilentissimum libelum.

Hace una distinción entre los placeres que la materia puede alcanzar, diferenciándolos en los que pierden vivacidad, dejando de ser placeres debido a la mala organización de los sentidos mismos y los placeres que precisan de un esfuerzo para mantenerlos en suspensión y, de esta forma, aguzarlos. Estos últimos serían los placeres de la mente, placeres que se obtienen mediante el estudio, alcanzándose así momentos de éxtasis, ciertos placeres como, por ejemplo, la búsqueda de la Verdad. Sin embargo, para alcanzar este placer puro y máximo es necesaria una ruptura completa de los prejuicios.
Como bien comprobó el autor en sus mismas carnes durante la fiebre que le sacudió, las emociones surgen en la mente gracias a la imaginación, la cual se ve cegada por las vísceras. De este modo todas las alteraciones corporales, enfermedades, dolor, necesidades fisiológicas, etcétera, varían la mentalidad, la forma de pensar, de comportarse y de ser. No es uno el mismo con el estómago vacío que lleno, enfermo que sano, desde luego uno no piensa igual cuando un terrible dolor azota sus entrañas que cuando está perfectamente lúcido o cuando está bajo el influjo de la más ardiente de las pasiones. Existen sustancias, las llamadas drogas, que al alterar el cuerpo de forma química producen alteraciones que afectan al alma. Como vemos, cuerpo y alma se duermen al mismo tiempo, pero son los cambios producidos en uno lo que afectan a lo otro.
Sostiene, amparándose en el anterior racionamiento, que puesto que los alimentos producen cambios en el cuerpo también producen alteraciones en el alma y, con ello, en la conducta. Para La Mettrie es la carne cruda la que hace feroces a los animales y al aprender el ser humano a cocinarla comenzó a distanciarse de las bestias. El alma, afirma, mora en el estómago.

No sólo son los alimentos, las drogas, el dolor y las enfermedades quienes afectan al alma, también afecta la edad en buena forma y, además, de varias maneras. La edad influencia claramente en la razón tanto debido al deterioro del organismo con el paso de los años como por las experiencias sufridas en este tiempo.
Si nos basamos en esto llegaremos, probablemente, a la conclusión a la que llegaron muchos de los criminólogos de la época: Que existe una profunda relación entre el carácter y los rasgos de la persona. Con este razonamiento los criminólogos pretendían demostrar que los criminales poseían cierta configuración visible en sus rasgos que los hacía identificables a simple vista. Existen multitud de diarios con fotografías de rostros de delincuentes y exhaustivos estudios detallados en ellos. Esta teoría llegó a mantenerse hasta entrado el siglo XIX.

La Mettrie funda su pensamiento en que, al estar constituidos por la misma materia, los estados del alma son correlativos al cuerpo, pero ¿Qué es lo que se entiende por alma? Por supuesto nada más lejos de lo espiritual que la religión sostiene, por alma se entiende la razón, emociones, sentimientos, pensamiento… En suma, todo reductible a la Imaginación. Todo esto son procesos mentales, no tangibles, realizados por un órgano material y tangible que sería el cerebro, compuesto por materia en constante movimiento, de esta forma queda demostrado para La Mettrie que todo pensamiento tiene como base de su nacimiento el movimiento de la materia.
Queda toda el alma reducida a la Imaginación, siendo el juicio, la razón y la memoria, simplemente, partes del alma, modificaciones de este “tejido medular”. La organización sería así el primer mérito, ya que de ella deriva toda virtud, siendo igualmente válidas sin importar su origen, es decir, si son adquiridas, prestadas o innatas en el individuo. Estas virtudes deben ser reconocidas por el individuo que las posea, rechazándose así cualquier modestia exagerada, la cual sería una ingratitud hacia la naturaleza. Es el honesto orgullo lo que verdaderamente engrandece al hombre. La instrucción sería el segundo gran mérito, al poderse de esta forma enseñar e inculcar virtudes en el individuo mediante la educación.
El “espíritu” es generado mediante la organización, el primer mérito que condicionará el segundo: la instrucción. Ambos méritos conformarán la imaginación, que representa la destrucción y renovación constante, el caos y la sucesión continua de nuestras ideas, y con ella el alma. Es importante, para una correcta formación de la imaginación y, por consiguiente, del alma el entrenamiento de esta en la infancia. Ya que es necesario para favorecer el razonamiento aprender a contener, analizar y sopesar las ideas que, gracias a la imaginación, se suceden constantemente unas a otras.

Nosotros necesitamos de este entrenamiento, de una educación en la infancia, mientras que los animales son superiores en este estadio inicial al estar dotados de suficiente instinto y un cuerpo capaz de hacerles sobrevivir por sí mismos. Esto puede verse perfectamente en que todo animal, sin importar su edad, teme al fuego puesto que sabe que este le daña, por lo tanto le aterra ver que su vida peligra, un niño, sin embargo alargará su mano para tratar de tocar la llama que brilla y atrae su atención. Es esta misma curiosidad innata una lacra a la hora de desenvolverse de manera autosuficiente en un entorno hostil. Al carecer los animales también de educación no tienen prejuicios que les impidan llevar su vida correctamente. Es curioso como la naturaleza nos hizo para estar por debajo de los animales y la educación, paradójicamente nos llena de prejuicios y, sin embargo, nos eleva por encima de ellos.

Todo lo que pasa en el cuerpo influye de este modo en el alma, las alteraciones físicas como la enfermedad, las amputaciones, el embarazo o, incluso, la menstruación, la comida ingerida, las sensaciones como las de dolor o las relacionadas con la temperatura, la edad y, por supuesto, la genética. De la que en esa época tan solo se tienen vagas nociones.
Hablando del cuerpo, se dice que en el corazón humano aparece grabada la distinción entre el Bien y el Mal. ¿Es esto cierto? Para La Mettrie, desde luego, no lo es. Si bien el hombre reconoce por su conciencia lo que está mal y esto le provoca remordimientos los animales también sufren de estos remordimientos, como vemos en el caso del perro que muerde al amo y siente esa necesidad de disculparse después con él. ¿De dónde nace esa disculpa si no del remordimiento? ¿Y no nace este remordimiento de la conciencia? Y, claro está ¿no nace la conciencia de la moral, de la capacidad para discernir entre el Bien y el Mal? No existe, por tanto, alma ni sustancia sensitiva sin remordimientos.
En este sentido somos muy semejantes a los animales, o ¿acaso somos todos capaces de distinguir entre vicios y virtudes? ¿Entre lo placentero y lo doloroso? ¿No busca tanto el hombre como el animal su propia felicidad?

Por supuesto no somos tan sólo similares a los animales en este “principio moral” sino que también nos igualamos a ellos en el mismo acto reproductivo, idéntico en otros mamíferos en su proceso y similar en el resto de animales en cuanto a resultado.
Pero, sin embargo, los animales de una misma especie son capaces de convivir en paz mientras que el hombre, pese a tener sus necesidades cubiertas, lucha contra sus propios hermanos, como bien hemos visto en las guerras que han sacudido todo nuestro mundo a lo largo de la historia. Sin duda no hemos sido amasados con un material mejor, ni superior, al de los animales, en todo caso es a la inversa.
Anteriormente se mencionó que toda materia está sujeta a una Ley natural, tanto los humanos como los animales estamos sometidos a esta misma ley común al estar constituidos por materia, esta ley dice que la materia por la cual estamos formados es capaz de distinguir entre placer y repugnancia, por tanto distingue vicio de virtud, y busca siempre el placer por encima de la repugnancia, la virtud por encima del vicio, en suma: la felicidad.

Pero, entonces al ser los vicios y las virtudes algo inherente a la materia ¿no serían hereditarias puesto que de padres a hijos se transmite parte de materia? En este razonamiento ya podemos apreciar cómo, poco a poco, la genética va cobrando una mayor importancia en el pensamiento científico y filosófico, si estas virtudes y vicios pueden ser, en parte, hereditarias, la teoría de la Tabla rasa quedaría, por completo, anulada.
La Mettrie nos dice que, puesto que todos tenemos capacidad para distinguir lo que está bien de lo que está mal y que tanto hacer el bien, como reconocer el que se recibe, nos aporta placer en el ejercicio de la virtud, aquellos de voluntad depravada, incapaces de reconocer esta virtud puesto que están desprovistos de ella, bastante castigo tienen con los remordimientos de su conciencia al realizar actos dañinos. Tarde o temprano incluso los criminales que hayan placer en sus actos tarde o temprano son también castigados por su propia conciencia. De este modo no existe para ellos mayor castigo que el estar privados de la virtud y, con ella, de todos los placeres que esta acarrea consigo.

Cada ser tiene una porción, mayor o menor, de Ley natural, de este sentimiento que nos enseña lo que deberíamos hacer y lo que no, puesto que no nos gustaría que se nos hiciera a nosotros. Esta Ley natural debería ser, para el autor, la única “religión”.
Por supuesto, concluye, absolutamente todo depende de la diversidad de la organización de la materia que conforma a los seres vivos. No sabemos qué ocurre tras la muerte, desconocemos que nos aguarda tras esa negra puerta que tan solo (por el momento) puede cruzarse en un único sentido, pero una máquina inmortal, un perpetuum mobile no es más que una quimera y una ilusión. Nuestra alma, que ya ha quedado suficientemente claro con lo anteriormente expuesto que no es más que nuestra mente, es demasiado limitada para comprender lo infinito, el principio de todas las cosas y lo que se encuentra tras el final de las mismas. El hombre no es más que una máquina y en todo el universo no hay más que una sustancia, la cual aparece modificada y estructurada de diversas (y quizás infinitas) formas.


Pero ante esto no debemos desanimarlos, puesto que la naturaleza nos ha creado para ser felices, para la búsqueda del placer y, con ello, para la satisfacción. Como dirá Goethe en su FaustoEn el principio fue la acción” y no precisamos saber nada más. 

martes, 13 de octubre de 2015

La poética del espacio.

Analizando la introducción de esta obra de Bachelard nos damos cuenta de que se trata a cerca de la íntima relación entre la poesía y la fenomenología, la estrechez de lazos que abarcan a la imagen poética con su resonancia y repercusión, totalmente contraria a la causalidad. Esta imagen poética habita más allá de esta causalidad, siendo imposible acceder a ella a través del puente de la filosofía científica o racionalista, este sendero donde yacen los problemas de carácter poético no debe ser hollado con los pies de la psicología o el psicoanálisis.

Como he mencionado anteriormente, Bachelard nos dice cómo el filósofo científico, como el racionalista, debe dejar a un lado este conocimiento suyo si lo que desea realmente es estudiar los problemas de carácter poético. En la imagen poética no interviene para nada el pasado, no debe partirse de ninguna base para afrontar el poema, el lector de la obra debe reconocer y ser plenamente consciente de que el acto poético no tiene pasado próximo alguno, la imagen poética no es ningún eco del pasado, no está sometida a un impulso. Al contrario de todo esto, en la imagen poética resuenan ecos de un pasado lejano, sin que pueda verse a qué profundidad va a repercutir en el lector una vez esta imagen se recree en él.

La imagen procede de una ontología directa, que es la que debe trabajarse, al tener un ser propio, en este ser encontramos las verdaderas medidas, basadas en la repercusión, inversa a la causalidad, y en la resonancia, en la que la imagen tendrá una sonoridad de ser.

Más arriba me refiero a que el psicólogo y el psicoanalista han de abstenerse de tratar hacer imperar sus razonamientos, deben abstenerse según Bachelard de excavar en el poema con el fin de “diseccionar” la vida de su autor, tratando así de buscarle un pasado al poema, tratando también de buscarle un motivo, una razón de ser, basado en la experiencia vital de su autor. Esto no debe ser así, la imagen poética debe apreciarse por sí misma, no por su autor ni sus vivencias, si bien ciertos hechos pasados han motivado al escritor, espoleándole en su obra, la verdadera importancia de la imagen poética reside en su resonancia y, mediante la expresión que crea ser, en la repercusión que esta produce en el individuo. Esta repercusión genera ciertos ecos en el lector, remueve recuerdos y provoca resonancias sentimentales, aquí es donde interviene, quizás, cierto trasfondo personal, pero no es el del poeta sino el del individuo. El pobre psicólogo, sin embargo, se pierde en la resonancia misma del poema, no llega a alcanzar la repercusión, busca emociones que hayan movido al poeta a la creación de esa imagen poética. El psicoanalista no tiene una mejor suerte, no sólo no llega a alcanzar la repercusión, al igual que el psicólogo, sino que trata de ahondar en la imagen, en el poema, trata de buscar en la propia psique del paciente y en sus vivencias, traumas y quizás trastornos, busca lo que motiva esta imagen poética, se pierde tratando de analizar la flor a partir del estiércol. No sólo no puede ver más allá, entierra la cabeza tratando de buscar en las profundidades de la misma el origen del cielo que, inocentemente, se encuentra por encima de él. Los anteojos del racionalismo les impiden, como si de un sólido muro de cristal, captar en su esencia toda imagen poética, este cristal les permite ver el poema, pero no deja que la resonancia cale en el individuo y produzca una repercusión en él. Sin duda los anteojos del racionalismo no son las gafas adecuadas para leer poesía.
Anteriormente se ha mencionado la frase de “la expresión crea ser”, esto se debe a que la propia imagen poética se recrea un número infinito de veces, los versos pasan de ser parte del papel y saltan al individuo, filtrándose a través de su mirada, calando en él. En este momento la expresión del poema está creando un nuevo ser en el lector, está adentrándose y uniéndose a él, irremisiblemente, pasando a formar parte como un órgano más de su cuerpo, de su mente y de su alma. El poema debe, primero, tocar el centro del lector, introducirse en las profundidades de su ser antes de producir cambios en la superficie.

Por supuesto el poema, la imagen, se recrea cada vez que alguien la lee, cada vez que alguien le da vida en su interior, tomando cualquier poema como ejemplo podemos ver fácilmente que las sensaciones que producen en un lector u otro son muy distintas y hasta puede que diametralmente opuestas. La imagen poética muta, se recrea constantemente, y pasa a ser parte de quien la lee, por eso decimos que la expresión crea ser.
Bachelard también nos habla acerca de la simpatía del lector hacia la obra y, por tanto quizás, al autor. En cierto modo cuando leemos algo que toca nuestra fibra sentimos que esos versos tan bellos debían ser creados, sentimos incluso que nosotros mismos podríamos… deberíamos haberlos creado de no haber sido ya hechos por el autor. Nos identificamos con lo que leemos, sentimos admiración hacia la belleza de la expresión. En cierto modo todos los lectores tenemos la necesidad de escribir, esta necesidad puede verse satisfecha o no, pero crece conforme somos testigos de más y más imágenes poéticas. Queremos expresar para crear. En cambio, ah, cuando lo que leemos nos llega a conmover, si somos testigos de una belleza sin parangón, un sentimiento profundo de humildad nos asalta y pensamos ¿Cómo podríamos nosotros alcanzar esta magnificencia escrita? Pero este sentimiento se ve rápidamente sustituido por la necesidad, ya mencionada anteriormente, de expresar nuestras propias imágenes poéticas que, por cierto, dejarán de ser nuestras y propias en cuanto alguien distinto a nosotros las perciba, les dé el ser y las haga, en cierto modo, suyas propias. En ese momento la imagen poética mutará y pasará a ser parte del lector. De este modo el autor pierde toda importancia frente a la imagen poética, frente a su obra, el autor crea una sola imagen, pero esta imagen se recreará infinitamente y variará por siempre, será eterna. Lo mismo pasa con las pinturas o con cualquier forma de arte.

Aquí el arte ya se hace autónomo, toma un nuevo punto de partida, la fenomenología liquida el pasado para enfrentarse con la novedad. El poeta asocia imágenes, cuya vida está en todo su fulgor al ser esta una superación de todos los datos de la sensibilidad. La obra supera a la misma vida en el momento que ésta es incapaz de explicarla, el arte es realmente un redoblamiento de la vida, emula las sorpresas que la vida nos ofrece y con esto nos mantiene atentos, provoca la excitación de nuestra conciencia. Lescure dice que el artista no crea como vive, sino que vive como crea.

Bachelard propone que la imaginación es la mayor fuerza de la naturaleza humana, esta imaginación es capaz de hacer que nos desprendamos del pasado e, incluso, de la realidad. Nos permite abandonar nuestra corporeidad y entregarnos a la creación mediante la expresión. Por supuesto es imposible ganancia psíquica alguna de la poesía sin hacer trabajar juntas sus dos funciones, la de lo real y lo irreal, en el psiquismo humano.

Bien, ya hemos visto en esta introducción de La poética del espacio como debemos desprendernos de todo racionalismo a la hora de abordar una imagen poética, como el psicoanalista y el psicólogo deben abstener de hurgar en el poema para tratar de extraer los restos del autor, para descifrar hechos de su vida, traumas o problemas de carácter psicológico. El problema de esto es que muchas veces el psicoanalista vuelca sus propios traumas en el autor, lo que cree ver en su poesía no deja de ser más que el reflejo de su propio subconsciente. Debemos, simplemente, contemplar la imagen poética en sí, dejar que sus resonancias trasciendan a nuestro ser, crear así “ser” mediante la lectura de la expresión, generando mutaciones en la imagen y su perpetuación, dejando que ésta pase a formar parte de nosotros. Tenemos que dejar que las resonancias del poema pasen a través de nuestra mirada, libre de las lentes de cristal del racionalismo, y generen repercusión en nosotros mismos. La imagen poética debe alcanzar nuestro centro, nuestra profundidad, y después alterar la superficie generando ecos en nuestro interior, creando así una segunda resonancia, estos ecos remueven recuerdos que yacían quizá aletargados en nuestra mente. Esta segunda resonancia, esta vez en el propio individuo, será de carácter sentimental y será la forma en que la imagen poética trascienda, de un paso más allá de la mera expresión y cree ser.

martes, 6 de octubre de 2015

El horror de lo innombrable.



Desde siempre se ha creído que las palabras tienen un poder en sí mismas, que los nombres pueden, en cierto modo, ejercer control sobre los objetos. Partimos de la definición de “nombre”, ¿Qué es, o qué son? Bien, los nombres funcionan generalmente como los núcleos de un sintagma nominal, varían en cuanto al género y número y no son más que palabras (Ya sea una o un conjunto de las mismas) que se utilizan para designar a los seres vivos, las cosas materiales, mentales, inmateriales… Es decir, los nombres definen y distinguen objetos físicos y/o abstractos.

Como he mencionado anteriormente existe la creencia de que los nombres albergan poder en sí mismos, que simplemente por conocer y poder denominar algo (o a alguien) por una o más palabras ya se ejerce control sobre el objeto en cuestión. Existen mitos y tradiciones, muchos relacionados íntimamente con el esoterismo o la demonología, tanto cristiana como la perteneciente a otras religiones. Por ejemplo el mito del gólem hebreo, un coloso hecho de materia inanimada (generalmente barro o arcilla), un constructo antropomórfico que, para ser activado, necesitaba una “chispa” o un “hálito” divino. Para insuflar vida a este ser se le inscribía alguno de los nombres de Dios o bien la palabra Emet[1] en la frente. Si se quería que el gólem llevase a cabo una orden impuesta por su creador se le introducía ésta en la boca, escrita en un trozo de papel o pergamino. Aquí vemos el poder de los nombres y de las palabras como una forma de invocar a la divinidad, otorgándole al ser de barro esa chispa de vida.

También se tenía la creencia, por ejemplo, de que al conocer el nombre de un demonio el mago o bruja en cuestión ya podía atarlo y someterlo mediante el ritual adecuado y, por otra parte, si ese demonio averiguaba el verdadero nombre del taumaturgo podía romper este encantamiento y volverlo contra el humano. Estas creencias nos llegan muchas veces en forma de literatura, muchas veces de corte fantástico, (como ejemplo sirven perfectamente muchos de los libros de las colecciones de Reinos Olvidados o Dragonlance) o incluso como “verdades” en diversos libros como las Clavículas de Salomón, por supuesto de carácter relacionado con el mundo del ocultismo, manuales medievales de la inquisición, el archiconocido Malleus Maleficarum (el Martillo de las Brujas) o también aparecen reflejados en tratados más modernos como el Summa Daemoniaca, un escrito similar a los antiguos manuales escolásticos.

Tras este breve paseo por la literatura tanto fantástica como de carácter teológico y ocultista llegamos a una conclusión, ha existido y aún perdura la creencia de que los nombres dan poder. El ser humano en sí mismo es una máquina de nombrar, necesita conocer el objeto que tiene ante él, tanto si éste se encuentra de forma física o de una forma más abstracta, el desconocimiento del mismo, la incapacidad para asociarlo a una idea le desconcierta y le llena de pavor. La mayoría no acepta que las cosas son simple e independientemente del nombre que se les quiera dar, esos “entes” físicos o abstractos están ahí les demos un nombre y su correspondiente definición o no.

Podríamos, ahora, distinguir dos mundos, uno dentro de otro:

Por un lado tendríamos el mundo que consideramos “real”, formado por todos los entes que podemos nombrar y/o definir, en este mundo el hombre se siente cómodo, a gusto y a salvo de sobresaltos, puesto que nada que no pueda nombrar va a irrumpir en su vida. Al ser capaz de explicar todo cuanto ocurre recurriendo a palabras simples, los llamados nombres, siente que nada ajeno (y tendemos a relacionar lo ajeno, lo extraño, con lo peligroso) puede interrumpir su vida. En el caso de que un ente diferente, un ente sin nombre penetre en este mundo denominado real el ser humano, morador eterno de esta esfera, no tarda en reaccionar y ponerle nombre, sintiendo así que controla la situación, sintiendo así poder sobre este ente al enjaularlo, al encapsularlo en una palabra. Este mundo real se vería dentro del mundo de los conceptos, una esfera mayor que engloba a esta.

El mundo conceptual, al estar englobando el mundo real, sería la esfera de residencia de todos los entes, de todas las cosas que… simplemente… son. Independientemente de tener nombre, siendo estas las pertenecientes a la esfera de lo real, o de no tenerlo, estas cosas serían las que se encuentran fuera de la esfera de lo real pero dentro de la conceptual, estos entes no dejan de ser.

Pero… ¿Qué ocurriría si uno de estos entes, una de estas cosas, se adentrase osadamente en nuestra esfera, en el mundo de lo real, y no fuéramos capaces de definirlo? Ahí es donde nos embargaría un inefable horror, el terror más absoluto helaría nuestra médula, puesto que nos veríamos desprotegidos contra ese invasor. Nos sentiríamos débiles y desprotegidos contra eso que no podemos nombrar, porque comprenderíamos que esa sensación de poder y control que hasta ahora teníamos ha desaparecido, se ha visto sustituida por una sensación de impotencia contra ese ente innominable que existirá pese a que somos incapaces de nombrarlo.

Esto es lo que ocurre, precisamente, en la obra del gran autor de terror norteamericano Howard Phillips Lovecraft, y también en la obra de todos los que tomándolo como referencia continuaron con su obra y le dieron forma a los famosos Mitos de Cthulhu. Los monstruos de Lovecraft, antiguos dioses primigenios tan antiguos como el mismo cosmos, son la cúspide del horror al ser estos indescriptibles para el ser humano. En la mayoría de los casos la mera visión de estos seres causa la locura total o, incluso, la muerte por pánico[2]. Todo este horror surge debido a que estas criaturas resultan indescriptibles, por tanto carecen de verdaderos nombres con las que “someterlos”. En la misma obra del autor, poco a poco, se van descubriendo los nombres de muchas de estas criaturas: Cthulhu, Hastur, Nyarlathotep, Azathoth… Pero aun así muchas otras criaturas permanecen sin nombres definidos, al igual que sin una forma clara y descriptible, siendo estos seres moradores de varias dimensiones y teniendo una forma que trasciende las leyes matemáticas y la tridimensionalidad, además de ser su cuerpo capaz de burlar toda ley física. Lovecraft no se queda ahí, sino que va más allá, mucho más allá. No se limita a esas criaturas informes y caóticas, también crea construcciones y arquitecturas que no cumplen con la geometría eclidiana, edificios que también nos aterran por ser indescriptibles e innombrables.

Por esto triunfó Lovecraft, el gran maestro de la literatura de terror del siglo XX, por ser capaz de ir más allá de esas manifestaciones horripilantes que hasta ahora habían sido vampiros, licántropos, demonios y otras aberraciones y seres de la noche. Supo romper, de forma magistral, con lo establecido y nos recordó nuestro miedo más profundo, un miedo que yace enterrado en lo más hondo de nuestro subconsciente, el miedo a lo indescriptible y el horror, el verdadero horror… ¡el horror de lo innombrable!



















[1] אמת—"verdad" en hebreo.
[2] Véase El Morador de las Tinieblas.

miércoles, 13 de mayo de 2015

Henriada X


-Muere, antes de sentir mis males y tu desdichada suerte: 
Devuélveme la vida, la sangre que te ha sido procurada;
que mi pecho desdichado te sirva de fría sepultura, 

que por lo menos, vea París una nueva muerte.- 
Y acabando estas palabras, furiosa y atormentada
en el costado de su hijo con su mano y su locura 

hunde temblando el impío acero infernal:
Lleva el cuerpo ensangrentado junto al hogar; 
y con el brazo que guía el hambre sin piedad 

prepara ávidamente esta comida demencial.
Por el alma de su retoño no hace mas que rogar
que Dios se apiade de su inhumanidad.

Francia, siglo XVI, durante las guerras de religión, en Sancerre y París, una vez fueron devorados animales, pergaminos, sebo y grasa, fueron desenterrados muertos y se trituraron para hacer el pan de madame Montpensier. Todos los que comieron de él terminaron muertos. Finalmente, incluso las madres se alimentaron con la carne de sus hijos como recoge el poema de Voltaire, que me he tomado la libertad de adaptar y retocar ligeramente. 
Nota: El primer dibujo es mío, el segundo es un grabado de Fracisco de Goya. Evidentemente no estoy a su altura...


domingo, 10 de mayo de 2015

Crónica de un hombre muerto.



Querido y fiel amigo, puede que las siguientes palabras que se dispone a leer le hagan pensar en una broma de mal gusto o en una tomadura de pelo. Pues bien, ¡no lo es! y estaría dispuesto a jurarlo sobre mi propia tumba.

Claro está que usted pensará que es imposible que este texto esté escrito por su buen amigo Howard -es decir, un servidor- fallecido hará un mes. Supongo que, gracias a su no poca inteligencia y su complejo de Sherlock Holmes reconocerá mi letra y mi forma de expresarme.

Le escribo el siguiente manuscrito para informarle acerca de mi peculiar estado y para saber su opinión al respecto, ya que usted es un reputado forense. Dicho manuscrito estará en el escritorio de su despacho y créame, no es recomendable que me vea en persona hasta que su lectura de este manuscrito quede concluida.

Sin más dilación procedo a contarle mi peculiar historia:

Como usted bien sabe vivo en Londres desde hace dos años con mi bella, pero interesada, esposa en una gran y lujosa casa a las afueras de la ciudad, pero ¡ay! el destino no siempre es benevolente con los viejos ricos, ya que un día me hallaba en la mundana tarea de sustituir las tejas de mi tejado por otras nuevas, cuando, quiso la mala fortuna o tal vez el destino que me resbalase y cayese a plomo del tejado abriéndome la cabeza contra el suelo y teniendo una "muerte" rápida.

Visto está que arreglar tejados no es cosa de escritores -torpe de mí- y debido a mis escasos reflejos me fue imposible evitar el traspié. Pero cuando todos, y digo todos incluyéndole a usted me creían muerto, no lo estaba.

Si, parece sacado de un cuento de nuestro querido Poe ¿verdad?, en ese estado de "no-muerte" en realidad estaba sumido en una especie de letargo, del cual desperté el día de mi funeral al ser enterrado vivo... bueno... vivo no.

Dentro del ataúd empecé a examinar mi estado, respiraba pero no me era necesario, simplemente, lo hacía por un mero reflejo de mi cuerpo, tampoco sentía dolor. Esto último lo descubrí cuando dejaron caer a plomo mi ataúd -¡brutos!- en aquel infecto agujero al que llamaron sepultura.

En fin, conseguí escapar abriéndome paso a través de la madera de mi ataúd, la cual era de mala calidad, -Ya hablaré sobre esto con mi esposa- tras escapar me dejé caer en la hierba del camposanto. Debería estar cansado, pero no lo estaba, lo cual me sorprendió. Así que me puse en pie y miré en derredor, descubrí que podía ver todo con una gran nitidez, sin ayuda alguna de mis lentes. La Luna bañaba todo el cementerio con sus débiles rayos lunares, los cuales corrían como finos ríos de plata por entre las tumbas.

El lugar en todo su esplendor se entendía a mis pies como una bella obra de arte, en la cual, sus protagonistas, sin duda, eran los frío ángeles de mármol que servían a modo de guardianes de las sepulturas y como testigos de mi regreso al mundo.
¡Gracias a Dios que era de noche! ¿Se imagina a alguien saliendo de su propia sepultura en plena noche?... No, seguro que no, usted es un hombre de ciencia querido amigo.

Tras echar una última mirada al cementerio me fui caminando a paso ligero hasta un granero abandonado que estaba en las cercanías para pensar en mi próximo movimiento, pues estaba claro que no me iba a pasear por las calles de nuestra bella ciudad londinense en mi estado ¿verdad?...Sí, claro que sí.

Y... bueno... seguro que habrá oído noticias sobre mi tumba vacía, ¿verdad?...Sí, por supuesto que sí.
Saqueadores de tumbas dijeron... ¡Ja! les digo yo.
Le digo mi buen amigo que no le de crédito a dichas noticias pues la verdad, la única verdad se la acabo de proporcionar yo en esta misiva.

Esta vez la Diosa Fortuna me sonrió, ya que, antes de llegar al granero me encontré con un carromato discurriendo a toda velocidad por el camino de tierra y justo cuando iba a pasar por delante mía me arrojé al camino.
Dicho carromato me pasó por encima provocando un escalofriante sonido, el sonido de mi columna vertebral al quebrarse.

Y de como he llegado a usted doctor, pues no ha sido muy difícil, verá se lo explico:
Los ocupantes del carromato asustados me trajeron a su consulta en un vano intento de salvarme de las garras de la muerte pensaron que era un pobre borracho que se había caído en mitad del camino -¡Estúpidos!-
Si, esta misma mañana usted atendió a un hombre en estas condiciones, ¿Lo recuerda?...Sí, claro que sí.

Se lo resumo doctor, Usted mismo me ha tenido delante ante sus ojos y no me reconoció. Usted me ha practicado una autopsia esta misma mañana. Y usted no está dando crédito a esta carta ¿Verdad?...

Así que me dispongo a proporcionarle una prueba evidente, verá, usted solo tendrá que girarse, pues en este momento estoy detrás de usted.


Puede sentir mi aliento en su nuca ¿verdad?... Sí, claro que sí.

miércoles, 6 de mayo de 2015

El ensordecedor silencio




“No soy muy dado a escribir diarios, de hecho me siento estúpido mientras escribo estas líneas, pero bueno, supongo que más que un diario podría considerarse una nota, una última carta… Un adiós.

Jamás olvidaré aquel frío día de noviembre, recuerdo perfectamente el repicar de la lluvia contra los cristales. Como diminutas saetas, las gotitas se fragmentaban produciendo un murmullo constante y apagado que rompía el silencio que, al parecer, ese día había hecho suya la casa.

Subí apesadumbrado los escalones (ese maldito trabajo en la oficina no hace más que drenar mi vitalidad), otro lunes más. El maletín con los informes para el día siguiente se hacía más pesado a cada paso que daba, recordándome mi alienación, mi condición de esclavo, como si de unos grilletes se tratara. Tan agotado estaba que mis manos, temblorosas, hicieron caer un par de veces las llaves al suelo con un tintineo metálico, otro rival del silencio de la casa.

Una vez abierta la puerta busqué a mi gato con la mirada, con la esperanza de encontrar una cara amiga en ese día de perros, pero en lugar del ronroneo habitual que esperaba, un bufido rompió mis expectativas. El felino, agazapado tras el paragüero emprendió una carrera precipitada, huyendo de la casa, enarbolando su negra cola erizada como un estandarte de la cobardía. Al pasar entre mis piernas sentí su pelaje, como el colchón de un faquir, rozando mis tobillos, como única despedida. No volví a saber nada del que durante tantos años fue mi único compañero.

Anonadado, dejé caer el maletín, lo que mi dolorido brazo agradeció, y abrí la boca de la sorpresa y el espanto al ver cómo los documentos que contenía se desparramaban por el suelo en una cascada de papel y tinta. El maremágnum de impresos se extendía por el recibidor como una segunda alfombra.

Antes de tener tiempo siquiera de maldecir mi torpeza y mi mala suerte una ráfaga de aire helado me golpeó en la cara, devolviéndome a la caótica y confusa realidad en la que me encontraba y cerrando la puerta de un portazo atroz. De repente se hizo el silencio por completo, la lluvia cesó y un silencio ensordecedor y omnipresente se adueñó por completo de la casa, hasta que un sollozo femenino le arrebató el dominio sobre mi morada.
El sollozo me provocó instantáneamente una pena y una desazón terribles. Paralizado por el espanto, permanecí completamente quieto hasta que reuní el valor suficiente para ir hacia el salón de dónde provenía.

Cada paso que daba sobre aquel suelo de madera enmoquetado era una mullida y crujiente puñalada contra el silencio que, con el cese del lamento, volvía a ser soberano. Tras una docena de crujidos alcancé finalmente mi objetivo. A fin de esclarecer la fuente del sonido que tanta desazón me había producido apenas diez segundos antes, abrí lentamente la puerta. Las bisagras gimieron, doloridas, estrangulando el silencio con manos metálicas y oxidadas. Cuando abrí un hueco lo suficientemente grande me asomé al interior y sigiloso, como mi recién desaparecido felino, me colé en el interior de la estancia, únicamente iluminada por la luz de los astros, que se derramaba en la estancia a través del balcón.

Aterrado y fascinado por lo que vi, caí al suelo incapaz de articular palabra. Cerca de la ventana, sobre un mullido sillón, permanecía sentada una figura femenina, blanca, como tallada en mármol, su cabello parecía nieve vertida sobre sus hombros y su vestido era de una blancura imposible. Sus ojos, dos puñaladas de luz, atravesaron mi corazón cuando se clavaron en los míos. Su rostro aparecía ensombrecido por una profunda tristeza.

Las preguntas se sucedían vertiginosamente en mi cabeza, una tras otra bailaban caóticamente sin darme tiempo suficiente a pensar en respuestas. ¿Cómo había entrado allí? ¿Qué quería de mí? ¿Quién… o qué era? Cuando quise reaccionar, era demasiado tarde; había desaparecido. Solo una pregunta había sobrevivido a la lucha interna y flotaba sobre mi cabeza, como un fantasma, hostigándome una y otra vez. ¿Cómo se llamaba?

Pasaron los días, el silencio seguía haciéndose fuerte en mi domicilio, los días y las noches estaban marcados por el inconfundible estruendo de la nada, por lo ensordecedor que resultaba el silencio. Había perdido la esperanza de volver a ver a mi gato y no volví a pisar la oficina. Apenas comía y dormía. Solo podía pensar en ella. No sabía su nombre, no sabía absolutamente nada.

Pasaron los días hasta que volví a verla. En esta ocasión ya me encontraba en el salón, intentando distraerme ojeando un libro, cuando apareció. Sin previo aviso un frío hiriente se extendió por la sala, las luces se apagaron y una fina película de escarcha comenzó a cubrirlo todo. Asustado me puse en pie y miré a mi alrededor; ya sabía lo que venía ahora.

El rugido del dragón del silencio se vio interrumpido por la espada plateada del lamento que lo cortó de un solo tajo. Allí estaba ella, con su rostro apoyado contra el cristal de la ventana, mirando a través de ella con esos ojos cuyo brillo parecía arrancado de las mismas estrellas que contemplaba. Me acerqué, lentamente, y pude ver que, pese a su cercanía con el cristal de la ventana, su aliento no provocaba que el cristal se empañase. Al contrario que los míos, sus labios no expulsaban vaho, a pesar del frío que había hecho suya la estancia, arrebatándosela al silencio.

No sé cuánto tiempo más permanecí mirándola, podrían haber sido minutos, horas incluso. El lamento se extinguió y el silencio comenzó a zumbar nuevamente en mis tímpanos. De repente un sonido metálico rompió la quietud: era mi despertador anunciando la inminente salida del sol. Apenas quedaba media hora antes de que una enorme bola de gas rojo e incandescente pasara a sustituir a la gibosa y fría luna.

La aparición me miró fijamente, sentí sus ojos como dos punzones al rojo vivo socavando mi alma. Abrí los labios y lentamente, masticando las palabras, le pregunté su nombre. Me miró y una diminuta lágrima se descolgó de sus ojos, cayendo al suelo y estrellándose con un ahogado estruendo en la moqueta, donde permaneció congelada, como un témpano de hielo.

Sin mediar palabra abrió de golpe la ventana y saltó, cerrando los ojos y precipitándose al vacío. No tuve tiempo siquiera de reaccionar, todo transcurrió demasiado rápido y estaba demasiado absorto como para percatarme de nada.

Me asomé a tiempo de ver cómo su blanca melena ondeaba tras ella; cómo sus blancas vestiduras se agitaban en su caída, extendiéndose a su espalda como si fueran alas. Su cuerpo, que parecía hecho de la más fina porcelana se rompió contra el pavimento y desapareció sin dejar rastro.

Recogí la lágrima helada que había quedado en el suelo, demasiado aturdido para comprender lo que había ocurrido. Lentamente el calor volvió a la habitación, la escarcha abandonó su reino helado, devolviéndole al silencio el control de mi casa. La lágrima se deshizo en la palma de mi mano, dejando unos regueros de sal en ella, intrigado, me acerqué para verlos mejor. No podía creer lo que mis veían mis ojos. Escrito en la palma de mi mano aparecía:

“Helena, Helena es mi nombre.”

Así que este era el nombre de la aparición, de ese espectro suicida que había robado mi razón, mi corazón, llevándoselo con ella al abismo hacia el que se había precipitado…

Desde entonces no he vuelto a verla. No aguanto más este ensordecedor silencio que amenaza con volverme loco, si no lo ha hecho ya. No puedo resistir esta silenciosa tortura yo solo. No sin ti, Helena.

Aguarda, pues voy tras de ti. Si no vienes a mí, iré yo a buscarte al mismísimo Hades, si es necesario. Voy en pos de ti, el vacío me llama, me tienta con la promesa de poder contemplar de nuevo la luz de tus ojos, el blanco de tu piel, tu nívea cabellera. Adiós, adiós al ensordecedor silencio, adiós a todo. Adiós.”

El sonido de un cuerpo estrellándose contra el pavimento rompió el ensordecedor silencio de aquella fría mañana del 13 de noviembre.