martes, 6 de octubre de 2015

El horror de lo innombrable.



Desde siempre se ha creído que las palabras tienen un poder en sí mismas, que los nombres pueden, en cierto modo, ejercer control sobre los objetos. Partimos de la definición de “nombre”, ¿Qué es, o qué son? Bien, los nombres funcionan generalmente como los núcleos de un sintagma nominal, varían en cuanto al género y número y no son más que palabras (Ya sea una o un conjunto de las mismas) que se utilizan para designar a los seres vivos, las cosas materiales, mentales, inmateriales… Es decir, los nombres definen y distinguen objetos físicos y/o abstractos.

Como he mencionado anteriormente existe la creencia de que los nombres albergan poder en sí mismos, que simplemente por conocer y poder denominar algo (o a alguien) por una o más palabras ya se ejerce control sobre el objeto en cuestión. Existen mitos y tradiciones, muchos relacionados íntimamente con el esoterismo o la demonología, tanto cristiana como la perteneciente a otras religiones. Por ejemplo el mito del gólem hebreo, un coloso hecho de materia inanimada (generalmente barro o arcilla), un constructo antropomórfico que, para ser activado, necesitaba una “chispa” o un “hálito” divino. Para insuflar vida a este ser se le inscribía alguno de los nombres de Dios o bien la palabra Emet[1] en la frente. Si se quería que el gólem llevase a cabo una orden impuesta por su creador se le introducía ésta en la boca, escrita en un trozo de papel o pergamino. Aquí vemos el poder de los nombres y de las palabras como una forma de invocar a la divinidad, otorgándole al ser de barro esa chispa de vida.

También se tenía la creencia, por ejemplo, de que al conocer el nombre de un demonio el mago o bruja en cuestión ya podía atarlo y someterlo mediante el ritual adecuado y, por otra parte, si ese demonio averiguaba el verdadero nombre del taumaturgo podía romper este encantamiento y volverlo contra el humano. Estas creencias nos llegan muchas veces en forma de literatura, muchas veces de corte fantástico, (como ejemplo sirven perfectamente muchos de los libros de las colecciones de Reinos Olvidados o Dragonlance) o incluso como “verdades” en diversos libros como las Clavículas de Salomón, por supuesto de carácter relacionado con el mundo del ocultismo, manuales medievales de la inquisición, el archiconocido Malleus Maleficarum (el Martillo de las Brujas) o también aparecen reflejados en tratados más modernos como el Summa Daemoniaca, un escrito similar a los antiguos manuales escolásticos.

Tras este breve paseo por la literatura tanto fantástica como de carácter teológico y ocultista llegamos a una conclusión, ha existido y aún perdura la creencia de que los nombres dan poder. El ser humano en sí mismo es una máquina de nombrar, necesita conocer el objeto que tiene ante él, tanto si éste se encuentra de forma física o de una forma más abstracta, el desconocimiento del mismo, la incapacidad para asociarlo a una idea le desconcierta y le llena de pavor. La mayoría no acepta que las cosas son simple e independientemente del nombre que se les quiera dar, esos “entes” físicos o abstractos están ahí les demos un nombre y su correspondiente definición o no.

Podríamos, ahora, distinguir dos mundos, uno dentro de otro:

Por un lado tendríamos el mundo que consideramos “real”, formado por todos los entes que podemos nombrar y/o definir, en este mundo el hombre se siente cómodo, a gusto y a salvo de sobresaltos, puesto que nada que no pueda nombrar va a irrumpir en su vida. Al ser capaz de explicar todo cuanto ocurre recurriendo a palabras simples, los llamados nombres, siente que nada ajeno (y tendemos a relacionar lo ajeno, lo extraño, con lo peligroso) puede interrumpir su vida. En el caso de que un ente diferente, un ente sin nombre penetre en este mundo denominado real el ser humano, morador eterno de esta esfera, no tarda en reaccionar y ponerle nombre, sintiendo así que controla la situación, sintiendo así poder sobre este ente al enjaularlo, al encapsularlo en una palabra. Este mundo real se vería dentro del mundo de los conceptos, una esfera mayor que engloba a esta.

El mundo conceptual, al estar englobando el mundo real, sería la esfera de residencia de todos los entes, de todas las cosas que… simplemente… son. Independientemente de tener nombre, siendo estas las pertenecientes a la esfera de lo real, o de no tenerlo, estas cosas serían las que se encuentran fuera de la esfera de lo real pero dentro de la conceptual, estos entes no dejan de ser.

Pero… ¿Qué ocurriría si uno de estos entes, una de estas cosas, se adentrase osadamente en nuestra esfera, en el mundo de lo real, y no fuéramos capaces de definirlo? Ahí es donde nos embargaría un inefable horror, el terror más absoluto helaría nuestra médula, puesto que nos veríamos desprotegidos contra ese invasor. Nos sentiríamos débiles y desprotegidos contra eso que no podemos nombrar, porque comprenderíamos que esa sensación de poder y control que hasta ahora teníamos ha desaparecido, se ha visto sustituida por una sensación de impotencia contra ese ente innominable que existirá pese a que somos incapaces de nombrarlo.

Esto es lo que ocurre, precisamente, en la obra del gran autor de terror norteamericano Howard Phillips Lovecraft, y también en la obra de todos los que tomándolo como referencia continuaron con su obra y le dieron forma a los famosos Mitos de Cthulhu. Los monstruos de Lovecraft, antiguos dioses primigenios tan antiguos como el mismo cosmos, son la cúspide del horror al ser estos indescriptibles para el ser humano. En la mayoría de los casos la mera visión de estos seres causa la locura total o, incluso, la muerte por pánico[2]. Todo este horror surge debido a que estas criaturas resultan indescriptibles, por tanto carecen de verdaderos nombres con las que “someterlos”. En la misma obra del autor, poco a poco, se van descubriendo los nombres de muchas de estas criaturas: Cthulhu, Hastur, Nyarlathotep, Azathoth… Pero aun así muchas otras criaturas permanecen sin nombres definidos, al igual que sin una forma clara y descriptible, siendo estos seres moradores de varias dimensiones y teniendo una forma que trasciende las leyes matemáticas y la tridimensionalidad, además de ser su cuerpo capaz de burlar toda ley física. Lovecraft no se queda ahí, sino que va más allá, mucho más allá. No se limita a esas criaturas informes y caóticas, también crea construcciones y arquitecturas que no cumplen con la geometría eclidiana, edificios que también nos aterran por ser indescriptibles e innombrables.

Por esto triunfó Lovecraft, el gran maestro de la literatura de terror del siglo XX, por ser capaz de ir más allá de esas manifestaciones horripilantes que hasta ahora habían sido vampiros, licántropos, demonios y otras aberraciones y seres de la noche. Supo romper, de forma magistral, con lo establecido y nos recordó nuestro miedo más profundo, un miedo que yace enterrado en lo más hondo de nuestro subconsciente, el miedo a lo indescriptible y el horror, el verdadero horror… ¡el horror de lo innombrable!



















[1] אמת—"verdad" en hebreo.
[2] Véase El Morador de las Tinieblas.

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