martes, 13 de octubre de 2015

La poética del espacio.

Analizando la introducción de esta obra de Bachelard nos damos cuenta de que se trata a cerca de la íntima relación entre la poesía y la fenomenología, la estrechez de lazos que abarcan a la imagen poética con su resonancia y repercusión, totalmente contraria a la causalidad. Esta imagen poética habita más allá de esta causalidad, siendo imposible acceder a ella a través del puente de la filosofía científica o racionalista, este sendero donde yacen los problemas de carácter poético no debe ser hollado con los pies de la psicología o el psicoanálisis.

Como he mencionado anteriormente, Bachelard nos dice cómo el filósofo científico, como el racionalista, debe dejar a un lado este conocimiento suyo si lo que desea realmente es estudiar los problemas de carácter poético. En la imagen poética no interviene para nada el pasado, no debe partirse de ninguna base para afrontar el poema, el lector de la obra debe reconocer y ser plenamente consciente de que el acto poético no tiene pasado próximo alguno, la imagen poética no es ningún eco del pasado, no está sometida a un impulso. Al contrario de todo esto, en la imagen poética resuenan ecos de un pasado lejano, sin que pueda verse a qué profundidad va a repercutir en el lector una vez esta imagen se recree en él.

La imagen procede de una ontología directa, que es la que debe trabajarse, al tener un ser propio, en este ser encontramos las verdaderas medidas, basadas en la repercusión, inversa a la causalidad, y en la resonancia, en la que la imagen tendrá una sonoridad de ser.

Más arriba me refiero a que el psicólogo y el psicoanalista han de abstenerse de tratar hacer imperar sus razonamientos, deben abstenerse según Bachelard de excavar en el poema con el fin de “diseccionar” la vida de su autor, tratando así de buscarle un pasado al poema, tratando también de buscarle un motivo, una razón de ser, basado en la experiencia vital de su autor. Esto no debe ser así, la imagen poética debe apreciarse por sí misma, no por su autor ni sus vivencias, si bien ciertos hechos pasados han motivado al escritor, espoleándole en su obra, la verdadera importancia de la imagen poética reside en su resonancia y, mediante la expresión que crea ser, en la repercusión que esta produce en el individuo. Esta repercusión genera ciertos ecos en el lector, remueve recuerdos y provoca resonancias sentimentales, aquí es donde interviene, quizás, cierto trasfondo personal, pero no es el del poeta sino el del individuo. El pobre psicólogo, sin embargo, se pierde en la resonancia misma del poema, no llega a alcanzar la repercusión, busca emociones que hayan movido al poeta a la creación de esa imagen poética. El psicoanalista no tiene una mejor suerte, no sólo no llega a alcanzar la repercusión, al igual que el psicólogo, sino que trata de ahondar en la imagen, en el poema, trata de buscar en la propia psique del paciente y en sus vivencias, traumas y quizás trastornos, busca lo que motiva esta imagen poética, se pierde tratando de analizar la flor a partir del estiércol. No sólo no puede ver más allá, entierra la cabeza tratando de buscar en las profundidades de la misma el origen del cielo que, inocentemente, se encuentra por encima de él. Los anteojos del racionalismo les impiden, como si de un sólido muro de cristal, captar en su esencia toda imagen poética, este cristal les permite ver el poema, pero no deja que la resonancia cale en el individuo y produzca una repercusión en él. Sin duda los anteojos del racionalismo no son las gafas adecuadas para leer poesía.
Anteriormente se ha mencionado la frase de “la expresión crea ser”, esto se debe a que la propia imagen poética se recrea un número infinito de veces, los versos pasan de ser parte del papel y saltan al individuo, filtrándose a través de su mirada, calando en él. En este momento la expresión del poema está creando un nuevo ser en el lector, está adentrándose y uniéndose a él, irremisiblemente, pasando a formar parte como un órgano más de su cuerpo, de su mente y de su alma. El poema debe, primero, tocar el centro del lector, introducirse en las profundidades de su ser antes de producir cambios en la superficie.

Por supuesto el poema, la imagen, se recrea cada vez que alguien la lee, cada vez que alguien le da vida en su interior, tomando cualquier poema como ejemplo podemos ver fácilmente que las sensaciones que producen en un lector u otro son muy distintas y hasta puede que diametralmente opuestas. La imagen poética muta, se recrea constantemente, y pasa a ser parte de quien la lee, por eso decimos que la expresión crea ser.
Bachelard también nos habla acerca de la simpatía del lector hacia la obra y, por tanto quizás, al autor. En cierto modo cuando leemos algo que toca nuestra fibra sentimos que esos versos tan bellos debían ser creados, sentimos incluso que nosotros mismos podríamos… deberíamos haberlos creado de no haber sido ya hechos por el autor. Nos identificamos con lo que leemos, sentimos admiración hacia la belleza de la expresión. En cierto modo todos los lectores tenemos la necesidad de escribir, esta necesidad puede verse satisfecha o no, pero crece conforme somos testigos de más y más imágenes poéticas. Queremos expresar para crear. En cambio, ah, cuando lo que leemos nos llega a conmover, si somos testigos de una belleza sin parangón, un sentimiento profundo de humildad nos asalta y pensamos ¿Cómo podríamos nosotros alcanzar esta magnificencia escrita? Pero este sentimiento se ve rápidamente sustituido por la necesidad, ya mencionada anteriormente, de expresar nuestras propias imágenes poéticas que, por cierto, dejarán de ser nuestras y propias en cuanto alguien distinto a nosotros las perciba, les dé el ser y las haga, en cierto modo, suyas propias. En ese momento la imagen poética mutará y pasará a ser parte del lector. De este modo el autor pierde toda importancia frente a la imagen poética, frente a su obra, el autor crea una sola imagen, pero esta imagen se recreará infinitamente y variará por siempre, será eterna. Lo mismo pasa con las pinturas o con cualquier forma de arte.

Aquí el arte ya se hace autónomo, toma un nuevo punto de partida, la fenomenología liquida el pasado para enfrentarse con la novedad. El poeta asocia imágenes, cuya vida está en todo su fulgor al ser esta una superación de todos los datos de la sensibilidad. La obra supera a la misma vida en el momento que ésta es incapaz de explicarla, el arte es realmente un redoblamiento de la vida, emula las sorpresas que la vida nos ofrece y con esto nos mantiene atentos, provoca la excitación de nuestra conciencia. Lescure dice que el artista no crea como vive, sino que vive como crea.

Bachelard propone que la imaginación es la mayor fuerza de la naturaleza humana, esta imaginación es capaz de hacer que nos desprendamos del pasado e, incluso, de la realidad. Nos permite abandonar nuestra corporeidad y entregarnos a la creación mediante la expresión. Por supuesto es imposible ganancia psíquica alguna de la poesía sin hacer trabajar juntas sus dos funciones, la de lo real y lo irreal, en el psiquismo humano.

Bien, ya hemos visto en esta introducción de La poética del espacio como debemos desprendernos de todo racionalismo a la hora de abordar una imagen poética, como el psicoanalista y el psicólogo deben abstener de hurgar en el poema para tratar de extraer los restos del autor, para descifrar hechos de su vida, traumas o problemas de carácter psicológico. El problema de esto es que muchas veces el psicoanalista vuelca sus propios traumas en el autor, lo que cree ver en su poesía no deja de ser más que el reflejo de su propio subconsciente. Debemos, simplemente, contemplar la imagen poética en sí, dejar que sus resonancias trasciendan a nuestro ser, crear así “ser” mediante la lectura de la expresión, generando mutaciones en la imagen y su perpetuación, dejando que ésta pase a formar parte de nosotros. Tenemos que dejar que las resonancias del poema pasen a través de nuestra mirada, libre de las lentes de cristal del racionalismo, y generen repercusión en nosotros mismos. La imagen poética debe alcanzar nuestro centro, nuestra profundidad, y después alterar la superficie generando ecos en nuestro interior, creando así una segunda resonancia, estos ecos remueven recuerdos que yacían quizá aletargados en nuestra mente. Esta segunda resonancia, esta vez en el propio individuo, será de carácter sentimental y será la forma en que la imagen poética trascienda, de un paso más allá de la mera expresión y cree ser.

martes, 6 de octubre de 2015

El horror de lo innombrable.



Desde siempre se ha creído que las palabras tienen un poder en sí mismas, que los nombres pueden, en cierto modo, ejercer control sobre los objetos. Partimos de la definición de “nombre”, ¿Qué es, o qué son? Bien, los nombres funcionan generalmente como los núcleos de un sintagma nominal, varían en cuanto al género y número y no son más que palabras (Ya sea una o un conjunto de las mismas) que se utilizan para designar a los seres vivos, las cosas materiales, mentales, inmateriales… Es decir, los nombres definen y distinguen objetos físicos y/o abstractos.

Como he mencionado anteriormente existe la creencia de que los nombres albergan poder en sí mismos, que simplemente por conocer y poder denominar algo (o a alguien) por una o más palabras ya se ejerce control sobre el objeto en cuestión. Existen mitos y tradiciones, muchos relacionados íntimamente con el esoterismo o la demonología, tanto cristiana como la perteneciente a otras religiones. Por ejemplo el mito del gólem hebreo, un coloso hecho de materia inanimada (generalmente barro o arcilla), un constructo antropomórfico que, para ser activado, necesitaba una “chispa” o un “hálito” divino. Para insuflar vida a este ser se le inscribía alguno de los nombres de Dios o bien la palabra Emet[1] en la frente. Si se quería que el gólem llevase a cabo una orden impuesta por su creador se le introducía ésta en la boca, escrita en un trozo de papel o pergamino. Aquí vemos el poder de los nombres y de las palabras como una forma de invocar a la divinidad, otorgándole al ser de barro esa chispa de vida.

También se tenía la creencia, por ejemplo, de que al conocer el nombre de un demonio el mago o bruja en cuestión ya podía atarlo y someterlo mediante el ritual adecuado y, por otra parte, si ese demonio averiguaba el verdadero nombre del taumaturgo podía romper este encantamiento y volverlo contra el humano. Estas creencias nos llegan muchas veces en forma de literatura, muchas veces de corte fantástico, (como ejemplo sirven perfectamente muchos de los libros de las colecciones de Reinos Olvidados o Dragonlance) o incluso como “verdades” en diversos libros como las Clavículas de Salomón, por supuesto de carácter relacionado con el mundo del ocultismo, manuales medievales de la inquisición, el archiconocido Malleus Maleficarum (el Martillo de las Brujas) o también aparecen reflejados en tratados más modernos como el Summa Daemoniaca, un escrito similar a los antiguos manuales escolásticos.

Tras este breve paseo por la literatura tanto fantástica como de carácter teológico y ocultista llegamos a una conclusión, ha existido y aún perdura la creencia de que los nombres dan poder. El ser humano en sí mismo es una máquina de nombrar, necesita conocer el objeto que tiene ante él, tanto si éste se encuentra de forma física o de una forma más abstracta, el desconocimiento del mismo, la incapacidad para asociarlo a una idea le desconcierta y le llena de pavor. La mayoría no acepta que las cosas son simple e independientemente del nombre que se les quiera dar, esos “entes” físicos o abstractos están ahí les demos un nombre y su correspondiente definición o no.

Podríamos, ahora, distinguir dos mundos, uno dentro de otro:

Por un lado tendríamos el mundo que consideramos “real”, formado por todos los entes que podemos nombrar y/o definir, en este mundo el hombre se siente cómodo, a gusto y a salvo de sobresaltos, puesto que nada que no pueda nombrar va a irrumpir en su vida. Al ser capaz de explicar todo cuanto ocurre recurriendo a palabras simples, los llamados nombres, siente que nada ajeno (y tendemos a relacionar lo ajeno, lo extraño, con lo peligroso) puede interrumpir su vida. En el caso de que un ente diferente, un ente sin nombre penetre en este mundo denominado real el ser humano, morador eterno de esta esfera, no tarda en reaccionar y ponerle nombre, sintiendo así que controla la situación, sintiendo así poder sobre este ente al enjaularlo, al encapsularlo en una palabra. Este mundo real se vería dentro del mundo de los conceptos, una esfera mayor que engloba a esta.

El mundo conceptual, al estar englobando el mundo real, sería la esfera de residencia de todos los entes, de todas las cosas que… simplemente… son. Independientemente de tener nombre, siendo estas las pertenecientes a la esfera de lo real, o de no tenerlo, estas cosas serían las que se encuentran fuera de la esfera de lo real pero dentro de la conceptual, estos entes no dejan de ser.

Pero… ¿Qué ocurriría si uno de estos entes, una de estas cosas, se adentrase osadamente en nuestra esfera, en el mundo de lo real, y no fuéramos capaces de definirlo? Ahí es donde nos embargaría un inefable horror, el terror más absoluto helaría nuestra médula, puesto que nos veríamos desprotegidos contra ese invasor. Nos sentiríamos débiles y desprotegidos contra eso que no podemos nombrar, porque comprenderíamos que esa sensación de poder y control que hasta ahora teníamos ha desaparecido, se ha visto sustituida por una sensación de impotencia contra ese ente innominable que existirá pese a que somos incapaces de nombrarlo.

Esto es lo que ocurre, precisamente, en la obra del gran autor de terror norteamericano Howard Phillips Lovecraft, y también en la obra de todos los que tomándolo como referencia continuaron con su obra y le dieron forma a los famosos Mitos de Cthulhu. Los monstruos de Lovecraft, antiguos dioses primigenios tan antiguos como el mismo cosmos, son la cúspide del horror al ser estos indescriptibles para el ser humano. En la mayoría de los casos la mera visión de estos seres causa la locura total o, incluso, la muerte por pánico[2]. Todo este horror surge debido a que estas criaturas resultan indescriptibles, por tanto carecen de verdaderos nombres con las que “someterlos”. En la misma obra del autor, poco a poco, se van descubriendo los nombres de muchas de estas criaturas: Cthulhu, Hastur, Nyarlathotep, Azathoth… Pero aun así muchas otras criaturas permanecen sin nombres definidos, al igual que sin una forma clara y descriptible, siendo estos seres moradores de varias dimensiones y teniendo una forma que trasciende las leyes matemáticas y la tridimensionalidad, además de ser su cuerpo capaz de burlar toda ley física. Lovecraft no se queda ahí, sino que va más allá, mucho más allá. No se limita a esas criaturas informes y caóticas, también crea construcciones y arquitecturas que no cumplen con la geometría eclidiana, edificios que también nos aterran por ser indescriptibles e innombrables.

Por esto triunfó Lovecraft, el gran maestro de la literatura de terror del siglo XX, por ser capaz de ir más allá de esas manifestaciones horripilantes que hasta ahora habían sido vampiros, licántropos, demonios y otras aberraciones y seres de la noche. Supo romper, de forma magistral, con lo establecido y nos recordó nuestro miedo más profundo, un miedo que yace enterrado en lo más hondo de nuestro subconsciente, el miedo a lo indescriptible y el horror, el verdadero horror… ¡el horror de lo innombrable!



















[1] אמת—"verdad" en hebreo.
[2] Véase El Morador de las Tinieblas.