miércoles, 13 de mayo de 2015

Henriada X


-Muere, antes de sentir mis males y tu desdichada suerte: 
Devuélveme la vida, la sangre que te ha sido procurada;
que mi pecho desdichado te sirva de fría sepultura, 

que por lo menos, vea París una nueva muerte.- 
Y acabando estas palabras, furiosa y atormentada
en el costado de su hijo con su mano y su locura 

hunde temblando el impío acero infernal:
Lleva el cuerpo ensangrentado junto al hogar; 
y con el brazo que guía el hambre sin piedad 

prepara ávidamente esta comida demencial.
Por el alma de su retoño no hace mas que rogar
que Dios se apiade de su inhumanidad.

Francia, siglo XVI, durante las guerras de religión, en Sancerre y París, una vez fueron devorados animales, pergaminos, sebo y grasa, fueron desenterrados muertos y se trituraron para hacer el pan de madame Montpensier. Todos los que comieron de él terminaron muertos. Finalmente, incluso las madres se alimentaron con la carne de sus hijos como recoge el poema de Voltaire, que me he tomado la libertad de adaptar y retocar ligeramente. 
Nota: El primer dibujo es mío, el segundo es un grabado de Fracisco de Goya. Evidentemente no estoy a su altura...


domingo, 10 de mayo de 2015

Crónica de un hombre muerto.



Querido y fiel amigo, puede que las siguientes palabras que se dispone a leer le hagan pensar en una broma de mal gusto o en una tomadura de pelo. Pues bien, ¡no lo es! y estaría dispuesto a jurarlo sobre mi propia tumba.

Claro está que usted pensará que es imposible que este texto esté escrito por su buen amigo Howard -es decir, un servidor- fallecido hará un mes. Supongo que, gracias a su no poca inteligencia y su complejo de Sherlock Holmes reconocerá mi letra y mi forma de expresarme.

Le escribo el siguiente manuscrito para informarle acerca de mi peculiar estado y para saber su opinión al respecto, ya que usted es un reputado forense. Dicho manuscrito estará en el escritorio de su despacho y créame, no es recomendable que me vea en persona hasta que su lectura de este manuscrito quede concluida.

Sin más dilación procedo a contarle mi peculiar historia:

Como usted bien sabe vivo en Londres desde hace dos años con mi bella, pero interesada, esposa en una gran y lujosa casa a las afueras de la ciudad, pero ¡ay! el destino no siempre es benevolente con los viejos ricos, ya que un día me hallaba en la mundana tarea de sustituir las tejas de mi tejado por otras nuevas, cuando, quiso la mala fortuna o tal vez el destino que me resbalase y cayese a plomo del tejado abriéndome la cabeza contra el suelo y teniendo una "muerte" rápida.

Visto está que arreglar tejados no es cosa de escritores -torpe de mí- y debido a mis escasos reflejos me fue imposible evitar el traspié. Pero cuando todos, y digo todos incluyéndole a usted me creían muerto, no lo estaba.

Si, parece sacado de un cuento de nuestro querido Poe ¿verdad?, en ese estado de "no-muerte" en realidad estaba sumido en una especie de letargo, del cual desperté el día de mi funeral al ser enterrado vivo... bueno... vivo no.

Dentro del ataúd empecé a examinar mi estado, respiraba pero no me era necesario, simplemente, lo hacía por un mero reflejo de mi cuerpo, tampoco sentía dolor. Esto último lo descubrí cuando dejaron caer a plomo mi ataúd -¡brutos!- en aquel infecto agujero al que llamaron sepultura.

En fin, conseguí escapar abriéndome paso a través de la madera de mi ataúd, la cual era de mala calidad, -Ya hablaré sobre esto con mi esposa- tras escapar me dejé caer en la hierba del camposanto. Debería estar cansado, pero no lo estaba, lo cual me sorprendió. Así que me puse en pie y miré en derredor, descubrí que podía ver todo con una gran nitidez, sin ayuda alguna de mis lentes. La Luna bañaba todo el cementerio con sus débiles rayos lunares, los cuales corrían como finos ríos de plata por entre las tumbas.

El lugar en todo su esplendor se entendía a mis pies como una bella obra de arte, en la cual, sus protagonistas, sin duda, eran los frío ángeles de mármol que servían a modo de guardianes de las sepulturas y como testigos de mi regreso al mundo.
¡Gracias a Dios que era de noche! ¿Se imagina a alguien saliendo de su propia sepultura en plena noche?... No, seguro que no, usted es un hombre de ciencia querido amigo.

Tras echar una última mirada al cementerio me fui caminando a paso ligero hasta un granero abandonado que estaba en las cercanías para pensar en mi próximo movimiento, pues estaba claro que no me iba a pasear por las calles de nuestra bella ciudad londinense en mi estado ¿verdad?...Sí, claro que sí.

Y... bueno... seguro que habrá oído noticias sobre mi tumba vacía, ¿verdad?...Sí, por supuesto que sí.
Saqueadores de tumbas dijeron... ¡Ja! les digo yo.
Le digo mi buen amigo que no le de crédito a dichas noticias pues la verdad, la única verdad se la acabo de proporcionar yo en esta misiva.

Esta vez la Diosa Fortuna me sonrió, ya que, antes de llegar al granero me encontré con un carromato discurriendo a toda velocidad por el camino de tierra y justo cuando iba a pasar por delante mía me arrojé al camino.
Dicho carromato me pasó por encima provocando un escalofriante sonido, el sonido de mi columna vertebral al quebrarse.

Y de como he llegado a usted doctor, pues no ha sido muy difícil, verá se lo explico:
Los ocupantes del carromato asustados me trajeron a su consulta en un vano intento de salvarme de las garras de la muerte pensaron que era un pobre borracho que se había caído en mitad del camino -¡Estúpidos!-
Si, esta misma mañana usted atendió a un hombre en estas condiciones, ¿Lo recuerda?...Sí, claro que sí.

Se lo resumo doctor, Usted mismo me ha tenido delante ante sus ojos y no me reconoció. Usted me ha practicado una autopsia esta misma mañana. Y usted no está dando crédito a esta carta ¿Verdad?...

Así que me dispongo a proporcionarle una prueba evidente, verá, usted solo tendrá que girarse, pues en este momento estoy detrás de usted.


Puede sentir mi aliento en su nuca ¿verdad?... Sí, claro que sí.

miércoles, 6 de mayo de 2015

El ensordecedor silencio




“No soy muy dado a escribir diarios, de hecho me siento estúpido mientras escribo estas líneas, pero bueno, supongo que más que un diario podría considerarse una nota, una última carta… Un adiós.

Jamás olvidaré aquel frío día de noviembre, recuerdo perfectamente el repicar de la lluvia contra los cristales. Como diminutas saetas, las gotitas se fragmentaban produciendo un murmullo constante y apagado que rompía el silencio que, al parecer, ese día había hecho suya la casa.

Subí apesadumbrado los escalones (ese maldito trabajo en la oficina no hace más que drenar mi vitalidad), otro lunes más. El maletín con los informes para el día siguiente se hacía más pesado a cada paso que daba, recordándome mi alienación, mi condición de esclavo, como si de unos grilletes se tratara. Tan agotado estaba que mis manos, temblorosas, hicieron caer un par de veces las llaves al suelo con un tintineo metálico, otro rival del silencio de la casa.

Una vez abierta la puerta busqué a mi gato con la mirada, con la esperanza de encontrar una cara amiga en ese día de perros, pero en lugar del ronroneo habitual que esperaba, un bufido rompió mis expectativas. El felino, agazapado tras el paragüero emprendió una carrera precipitada, huyendo de la casa, enarbolando su negra cola erizada como un estandarte de la cobardía. Al pasar entre mis piernas sentí su pelaje, como el colchón de un faquir, rozando mis tobillos, como única despedida. No volví a saber nada del que durante tantos años fue mi único compañero.

Anonadado, dejé caer el maletín, lo que mi dolorido brazo agradeció, y abrí la boca de la sorpresa y el espanto al ver cómo los documentos que contenía se desparramaban por el suelo en una cascada de papel y tinta. El maremágnum de impresos se extendía por el recibidor como una segunda alfombra.

Antes de tener tiempo siquiera de maldecir mi torpeza y mi mala suerte una ráfaga de aire helado me golpeó en la cara, devolviéndome a la caótica y confusa realidad en la que me encontraba y cerrando la puerta de un portazo atroz. De repente se hizo el silencio por completo, la lluvia cesó y un silencio ensordecedor y omnipresente se adueñó por completo de la casa, hasta que un sollozo femenino le arrebató el dominio sobre mi morada.
El sollozo me provocó instantáneamente una pena y una desazón terribles. Paralizado por el espanto, permanecí completamente quieto hasta que reuní el valor suficiente para ir hacia el salón de dónde provenía.

Cada paso que daba sobre aquel suelo de madera enmoquetado era una mullida y crujiente puñalada contra el silencio que, con el cese del lamento, volvía a ser soberano. Tras una docena de crujidos alcancé finalmente mi objetivo. A fin de esclarecer la fuente del sonido que tanta desazón me había producido apenas diez segundos antes, abrí lentamente la puerta. Las bisagras gimieron, doloridas, estrangulando el silencio con manos metálicas y oxidadas. Cuando abrí un hueco lo suficientemente grande me asomé al interior y sigiloso, como mi recién desaparecido felino, me colé en el interior de la estancia, únicamente iluminada por la luz de los astros, que se derramaba en la estancia a través del balcón.

Aterrado y fascinado por lo que vi, caí al suelo incapaz de articular palabra. Cerca de la ventana, sobre un mullido sillón, permanecía sentada una figura femenina, blanca, como tallada en mármol, su cabello parecía nieve vertida sobre sus hombros y su vestido era de una blancura imposible. Sus ojos, dos puñaladas de luz, atravesaron mi corazón cuando se clavaron en los míos. Su rostro aparecía ensombrecido por una profunda tristeza.

Las preguntas se sucedían vertiginosamente en mi cabeza, una tras otra bailaban caóticamente sin darme tiempo suficiente a pensar en respuestas. ¿Cómo había entrado allí? ¿Qué quería de mí? ¿Quién… o qué era? Cuando quise reaccionar, era demasiado tarde; había desaparecido. Solo una pregunta había sobrevivido a la lucha interna y flotaba sobre mi cabeza, como un fantasma, hostigándome una y otra vez. ¿Cómo se llamaba?

Pasaron los días, el silencio seguía haciéndose fuerte en mi domicilio, los días y las noches estaban marcados por el inconfundible estruendo de la nada, por lo ensordecedor que resultaba el silencio. Había perdido la esperanza de volver a ver a mi gato y no volví a pisar la oficina. Apenas comía y dormía. Solo podía pensar en ella. No sabía su nombre, no sabía absolutamente nada.

Pasaron los días hasta que volví a verla. En esta ocasión ya me encontraba en el salón, intentando distraerme ojeando un libro, cuando apareció. Sin previo aviso un frío hiriente se extendió por la sala, las luces se apagaron y una fina película de escarcha comenzó a cubrirlo todo. Asustado me puse en pie y miré a mi alrededor; ya sabía lo que venía ahora.

El rugido del dragón del silencio se vio interrumpido por la espada plateada del lamento que lo cortó de un solo tajo. Allí estaba ella, con su rostro apoyado contra el cristal de la ventana, mirando a través de ella con esos ojos cuyo brillo parecía arrancado de las mismas estrellas que contemplaba. Me acerqué, lentamente, y pude ver que, pese a su cercanía con el cristal de la ventana, su aliento no provocaba que el cristal se empañase. Al contrario que los míos, sus labios no expulsaban vaho, a pesar del frío que había hecho suya la estancia, arrebatándosela al silencio.

No sé cuánto tiempo más permanecí mirándola, podrían haber sido minutos, horas incluso. El lamento se extinguió y el silencio comenzó a zumbar nuevamente en mis tímpanos. De repente un sonido metálico rompió la quietud: era mi despertador anunciando la inminente salida del sol. Apenas quedaba media hora antes de que una enorme bola de gas rojo e incandescente pasara a sustituir a la gibosa y fría luna.

La aparición me miró fijamente, sentí sus ojos como dos punzones al rojo vivo socavando mi alma. Abrí los labios y lentamente, masticando las palabras, le pregunté su nombre. Me miró y una diminuta lágrima se descolgó de sus ojos, cayendo al suelo y estrellándose con un ahogado estruendo en la moqueta, donde permaneció congelada, como un témpano de hielo.

Sin mediar palabra abrió de golpe la ventana y saltó, cerrando los ojos y precipitándose al vacío. No tuve tiempo siquiera de reaccionar, todo transcurrió demasiado rápido y estaba demasiado absorto como para percatarme de nada.

Me asomé a tiempo de ver cómo su blanca melena ondeaba tras ella; cómo sus blancas vestiduras se agitaban en su caída, extendiéndose a su espalda como si fueran alas. Su cuerpo, que parecía hecho de la más fina porcelana se rompió contra el pavimento y desapareció sin dejar rastro.

Recogí la lágrima helada que había quedado en el suelo, demasiado aturdido para comprender lo que había ocurrido. Lentamente el calor volvió a la habitación, la escarcha abandonó su reino helado, devolviéndole al silencio el control de mi casa. La lágrima se deshizo en la palma de mi mano, dejando unos regueros de sal en ella, intrigado, me acerqué para verlos mejor. No podía creer lo que mis veían mis ojos. Escrito en la palma de mi mano aparecía:

“Helena, Helena es mi nombre.”

Así que este era el nombre de la aparición, de ese espectro suicida que había robado mi razón, mi corazón, llevándoselo con ella al abismo hacia el que se había precipitado…

Desde entonces no he vuelto a verla. No aguanto más este ensordecedor silencio que amenaza con volverme loco, si no lo ha hecho ya. No puedo resistir esta silenciosa tortura yo solo. No sin ti, Helena.

Aguarda, pues voy tras de ti. Si no vienes a mí, iré yo a buscarte al mismísimo Hades, si es necesario. Voy en pos de ti, el vacío me llama, me tienta con la promesa de poder contemplar de nuevo la luz de tus ojos, el blanco de tu piel, tu nívea cabellera. Adiós, adiós al ensordecedor silencio, adiós a todo. Adiós.”

El sonido de un cuerpo estrellándose contra el pavimento rompió el ensordecedor silencio de aquella fría mañana del 13 de noviembre.

Antes de nada

Que como bien dijo Goethe “en el principio fue la acción”

Antes de nada pido disculpas; perdón si he entrado en tu hogar, querido lector, sin haber llamado primero y sin haberme presentado. Te ruego, de nuevo, perdón si te has dado de bruces conmigo al girar alguna esquina de la red. Una vez quede disculpado por tu parte continúa leyendo.

¿Quién soy?

Me presento, mi nombre es Julio, eso no es ningún misterio, aunque también me llaman Mefisto, puedes dirigirte a mí como desees, no pondré pegas.

¿Por qué estoy aquí?

He creado este blog con el fin de “airear” un poco lo que escribo, quitarles ese olor rancio a mis relatos, que tienen debido al tiempo que han pasado guardados en un cajón o cogiendo polvo en estanterías olvidadas y cubiertas de moho.

¿Qué te cabe esperar?

Antes de nada (Ya me estoy repitiendo) me gustaría advertirte de algo, no escribo para que me leas, no escribo para ti... Lo sé, lo sé, suena raro teniendo en cuenta que me estoy dirigiendo a ti y que esto es un blog público en la red, pero a lo que yo me refiero, estimado lector, es que escribo para mí. (Oh, colmo de la egolatría) No escribo con el fin de agradarte la vista, ni regalarte cosas bonitas, enternecedoras… ¡nada de eso! Escribo como una forma de desahogarme, y parte del procedimiento es publicarlos en la red.
Algunos de los escritos van acompañados de dibujos, la mayoría de mi autoría.
¡Ahá! Sorpresa.

Sin más, te dejo con mis escritos, espero que los disfrutes. De lo contrario… bueno, siempre puedes dejar de leer.


Un saludo y bienvenido.