miércoles, 6 de mayo de 2015

El ensordecedor silencio




“No soy muy dado a escribir diarios, de hecho me siento estúpido mientras escribo estas líneas, pero bueno, supongo que más que un diario podría considerarse una nota, una última carta… Un adiós.

Jamás olvidaré aquel frío día de noviembre, recuerdo perfectamente el repicar de la lluvia contra los cristales. Como diminutas saetas, las gotitas se fragmentaban produciendo un murmullo constante y apagado que rompía el silencio que, al parecer, ese día había hecho suya la casa.

Subí apesadumbrado los escalones (ese maldito trabajo en la oficina no hace más que drenar mi vitalidad), otro lunes más. El maletín con los informes para el día siguiente se hacía más pesado a cada paso que daba, recordándome mi alienación, mi condición de esclavo, como si de unos grilletes se tratara. Tan agotado estaba que mis manos, temblorosas, hicieron caer un par de veces las llaves al suelo con un tintineo metálico, otro rival del silencio de la casa.

Una vez abierta la puerta busqué a mi gato con la mirada, con la esperanza de encontrar una cara amiga en ese día de perros, pero en lugar del ronroneo habitual que esperaba, un bufido rompió mis expectativas. El felino, agazapado tras el paragüero emprendió una carrera precipitada, huyendo de la casa, enarbolando su negra cola erizada como un estandarte de la cobardía. Al pasar entre mis piernas sentí su pelaje, como el colchón de un faquir, rozando mis tobillos, como única despedida. No volví a saber nada del que durante tantos años fue mi único compañero.

Anonadado, dejé caer el maletín, lo que mi dolorido brazo agradeció, y abrí la boca de la sorpresa y el espanto al ver cómo los documentos que contenía se desparramaban por el suelo en una cascada de papel y tinta. El maremágnum de impresos se extendía por el recibidor como una segunda alfombra.

Antes de tener tiempo siquiera de maldecir mi torpeza y mi mala suerte una ráfaga de aire helado me golpeó en la cara, devolviéndome a la caótica y confusa realidad en la que me encontraba y cerrando la puerta de un portazo atroz. De repente se hizo el silencio por completo, la lluvia cesó y un silencio ensordecedor y omnipresente se adueñó por completo de la casa, hasta que un sollozo femenino le arrebató el dominio sobre mi morada.
El sollozo me provocó instantáneamente una pena y una desazón terribles. Paralizado por el espanto, permanecí completamente quieto hasta que reuní el valor suficiente para ir hacia el salón de dónde provenía.

Cada paso que daba sobre aquel suelo de madera enmoquetado era una mullida y crujiente puñalada contra el silencio que, con el cese del lamento, volvía a ser soberano. Tras una docena de crujidos alcancé finalmente mi objetivo. A fin de esclarecer la fuente del sonido que tanta desazón me había producido apenas diez segundos antes, abrí lentamente la puerta. Las bisagras gimieron, doloridas, estrangulando el silencio con manos metálicas y oxidadas. Cuando abrí un hueco lo suficientemente grande me asomé al interior y sigiloso, como mi recién desaparecido felino, me colé en el interior de la estancia, únicamente iluminada por la luz de los astros, que se derramaba en la estancia a través del balcón.

Aterrado y fascinado por lo que vi, caí al suelo incapaz de articular palabra. Cerca de la ventana, sobre un mullido sillón, permanecía sentada una figura femenina, blanca, como tallada en mármol, su cabello parecía nieve vertida sobre sus hombros y su vestido era de una blancura imposible. Sus ojos, dos puñaladas de luz, atravesaron mi corazón cuando se clavaron en los míos. Su rostro aparecía ensombrecido por una profunda tristeza.

Las preguntas se sucedían vertiginosamente en mi cabeza, una tras otra bailaban caóticamente sin darme tiempo suficiente a pensar en respuestas. ¿Cómo había entrado allí? ¿Qué quería de mí? ¿Quién… o qué era? Cuando quise reaccionar, era demasiado tarde; había desaparecido. Solo una pregunta había sobrevivido a la lucha interna y flotaba sobre mi cabeza, como un fantasma, hostigándome una y otra vez. ¿Cómo se llamaba?

Pasaron los días, el silencio seguía haciéndose fuerte en mi domicilio, los días y las noches estaban marcados por el inconfundible estruendo de la nada, por lo ensordecedor que resultaba el silencio. Había perdido la esperanza de volver a ver a mi gato y no volví a pisar la oficina. Apenas comía y dormía. Solo podía pensar en ella. No sabía su nombre, no sabía absolutamente nada.

Pasaron los días hasta que volví a verla. En esta ocasión ya me encontraba en el salón, intentando distraerme ojeando un libro, cuando apareció. Sin previo aviso un frío hiriente se extendió por la sala, las luces se apagaron y una fina película de escarcha comenzó a cubrirlo todo. Asustado me puse en pie y miré a mi alrededor; ya sabía lo que venía ahora.

El rugido del dragón del silencio se vio interrumpido por la espada plateada del lamento que lo cortó de un solo tajo. Allí estaba ella, con su rostro apoyado contra el cristal de la ventana, mirando a través de ella con esos ojos cuyo brillo parecía arrancado de las mismas estrellas que contemplaba. Me acerqué, lentamente, y pude ver que, pese a su cercanía con el cristal de la ventana, su aliento no provocaba que el cristal se empañase. Al contrario que los míos, sus labios no expulsaban vaho, a pesar del frío que había hecho suya la estancia, arrebatándosela al silencio.

No sé cuánto tiempo más permanecí mirándola, podrían haber sido minutos, horas incluso. El lamento se extinguió y el silencio comenzó a zumbar nuevamente en mis tímpanos. De repente un sonido metálico rompió la quietud: era mi despertador anunciando la inminente salida del sol. Apenas quedaba media hora antes de que una enorme bola de gas rojo e incandescente pasara a sustituir a la gibosa y fría luna.

La aparición me miró fijamente, sentí sus ojos como dos punzones al rojo vivo socavando mi alma. Abrí los labios y lentamente, masticando las palabras, le pregunté su nombre. Me miró y una diminuta lágrima se descolgó de sus ojos, cayendo al suelo y estrellándose con un ahogado estruendo en la moqueta, donde permaneció congelada, como un témpano de hielo.

Sin mediar palabra abrió de golpe la ventana y saltó, cerrando los ojos y precipitándose al vacío. No tuve tiempo siquiera de reaccionar, todo transcurrió demasiado rápido y estaba demasiado absorto como para percatarme de nada.

Me asomé a tiempo de ver cómo su blanca melena ondeaba tras ella; cómo sus blancas vestiduras se agitaban en su caída, extendiéndose a su espalda como si fueran alas. Su cuerpo, que parecía hecho de la más fina porcelana se rompió contra el pavimento y desapareció sin dejar rastro.

Recogí la lágrima helada que había quedado en el suelo, demasiado aturdido para comprender lo que había ocurrido. Lentamente el calor volvió a la habitación, la escarcha abandonó su reino helado, devolviéndole al silencio el control de mi casa. La lágrima se deshizo en la palma de mi mano, dejando unos regueros de sal en ella, intrigado, me acerqué para verlos mejor. No podía creer lo que mis veían mis ojos. Escrito en la palma de mi mano aparecía:

“Helena, Helena es mi nombre.”

Así que este era el nombre de la aparición, de ese espectro suicida que había robado mi razón, mi corazón, llevándoselo con ella al abismo hacia el que se había precipitado…

Desde entonces no he vuelto a verla. No aguanto más este ensordecedor silencio que amenaza con volverme loco, si no lo ha hecho ya. No puedo resistir esta silenciosa tortura yo solo. No sin ti, Helena.

Aguarda, pues voy tras de ti. Si no vienes a mí, iré yo a buscarte al mismísimo Hades, si es necesario. Voy en pos de ti, el vacío me llama, me tienta con la promesa de poder contemplar de nuevo la luz de tus ojos, el blanco de tu piel, tu nívea cabellera. Adiós, adiós al ensordecedor silencio, adiós a todo. Adiós.”

El sonido de un cuerpo estrellándose contra el pavimento rompió el ensordecedor silencio de aquella fría mañana del 13 de noviembre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario