La
complejidad es el principal tinte de la vida humana, es el mar en el que
nadamos día a día, de forma incesante, un maremágnum compuesto por infinitas
partes de las que apenas vemos, y sabemos, nada. Entre los ingredientes de este
caldo de cultivo en el que, al igual que bacilos bajo la luz de un microscopio,
nadamos se encuentra la moral, la religión, la política… así como la economía,
las ciencias y el arte, además de un larguísimo etcétera.
Si bien,
como seres vivos que somos, los seres humanos estamos sometidos a un pathos no es un estado excepcional ni
mucho más diferente en esencia (con
perdón del término) del que puede sufrir un mosquito, insecto que, en
apariencia, podemos catalogar como inferior o a penas merecedor de nuestro
tiempo más que para darle un manotazo si osa importunar nuestra siesta.
¿Entonces
qué es lo que diferencia el pathos, o
esa agonía (angustia para Heidegger), entre un mosquito –o cualquier otro ser-
y un humano, un homo sapiens sapiens?
La única diferencia se haya en la complejidad de una agonía y, por tanto, en la
intensidad con la que un ser u otro la viven. Podemos decir que la complejidad
entraña un cierto vacío, en el sentido de que algo complejo está abierto a
múltiples (por no decir infinitas) posibilidades, y cuanto mayor sea la
complejidad del funcionamiento de algo –la vida del individuo en este caso-
mayor es el abanico de opciones que se presentan y, por ello, mayor es el
número de posibilidades que se descartan al elegir una de las opciones del
abanico. Al ser la vida del hombre
más compleja que la del mosquito, y ser el hombre consciente de esta
complejidad, este rechazo de posibilidades en pos de unas determinadas opciones
provocan el arrepentimiento, la angustia, lo agónico, en resumen: la pregunta
constante por el “¿Y qué habría sido si…?” Esa eterna duda, empapada de
arrepentimiento, en la que el ser humano se pregunta, tanto a nivel personal
como parte de una humanidad, un conjunto, constantemente si no está
desperdiciando su vida, si no habría sido mejor tomar otra opción. Esto nos
lleva, irremisiblemente a una agonía, a un dolor que se alimenta de un pasado,
y su correspondiente futuro, hipotético.
Esta
agonía, inherente a nuestra existencia humana, no se contenta con ser
experimentada desde el presente y mirando hacia un pasado inexistente en el que
la opción tomada es otra. Además de esto la agonía nos persigue más allá de
nuestras complejidades en cuanto a nuestra estructura cerebral se refiere. Esta
agonía de lo complejo se ha asentado en nuestro presente inmediato. Uno se
pregunta muchas veces por qué no vivimos en paz y armonía con la naturaleza,
cómo no hemos seguido viviendo, felizmente, como animales que tan sólo tienen
dos preocupaciones, a saber: comer y no ser comidos. Y muchas veces uno se
engaña a sí mismo (O quizás sea realmente la sociedad quien condiciona y enseña
al individuo para que este engaño propio sea propicio) pensando que realmente
hemos evolucionado como especie, que nuestras necesidades se han vuelto –puesto
que somos superiores- más exquisitas y complejas. Esto es un error, ¿se han
vuelto más complejas? Sí y no, ahora lo retomaremos. Pero desde luego,
respondiendo a la pregunta de si son, ciertamente, más exquisitas… la repuesta
es un rotundo ¡No!
Realmente
podemos decir que se han vuelto más complejas en el sentido de que estas dos
necesidades “comer” y “evitar ser comido” se han ramificado, como si de las
ramas de un enorme árbol se tratasen, y se han convertido en un sinnúmero de
necesidades que –y aquí entra la parte en la que vemos que no se han vuelto en
realidad más complejas- vienen a significar lo mismo. Como ejemplo tenemos que
el pagar la hipoteca, el agua, la luz, el gas, la alimentación (tanto de uno
mismo como de los suyos), la educación, el tener que estudiar, buscar un trabajo,
etc… Entrarían en la categoría de “comer”. Mientras que, por ejemplo,
necesidades como estar al día en cuestiones de moda, arte, música, cine,
ascender en el trabajo, ser el mejor en los estudios y, en resumidas cuentas,
destacar entran en “evitar ser comido”. Es curioso cómo al ir evolucionando
esta frontera, la línea divisoria e imaginaria, entre dos cosas tan distintas y
perfectamente claras como son “comer” y “evitar ser comido” se ha ido
difuminando y diluyendo, al igual que cristales de sal en el agua, hasta ser
una línea que difícilmente puede discernirse sin cierto esfuerzo.
Como
vemos nosotros mismos nos hemos condenado a esta agonía al volver nuestra vida
cada vez más compleja. Sin duda podemos culpar al sistema, tanto a nivel
político como religioso, económico o social, o cualquiera de sus facetas, pero
los verdaderos causantes de la agonía en la que nadamos, como peces en aguas
estancadas y llenas de veneno, muchas veces ajenos a esta complejidad en la que
estamos sumergidos, somos nosotros, nosotros somos los culpables de nuestro
propio dolor, nuestra agonía, nuestra nausea, de este abismo, de nuestro vacío
y de nuestro nihilismo. Si bien hemos sido artífices de todos estos constructos
humanos, inexistentes a priori, como la moral, la fe, la ética, y una lista de
no acabar, también hemos forjado, junto con ellos, nuestra propia amargura.
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