miércoles, 24 de febrero de 2016

El capitalismo vitalista y su visión desde una perspectiva de muerte en Martin Heidegger.

Como bien hemos visto en clase existe una concepción en la filosofía de Martin Heidegger del negocio, este negocio se refiere a las ciencias formales – la física, la biología, las matemáticas, etc.- ¿Por qué llamarlas el negocio? Bien, lo que buscan estas cosas es, al contrario que cualquier filosofía que se precie, es el acceso al qué de las cosas, una cosificación de todo lo que se nos da, tanto de las cosas y cómo se nos presentan como de sus posibles aplicaciones, al mercado por supuesto. Este negocio persigue la materialidad más absoluta, lo más “práctico”, sí, pero este pragmatismo es completamente material y está orientado al consumismo y, en resumen, a fomentar este sistema capitalista que nos arrastra consigo.

Bien, mencioné, hace unas pocas líneas, el pragmatismo, lo práctico. ¿A qué me refiero con esto? Es evidente, esta visión que nos han impuesto desde siempre (perteneciente a lo ya-interpretado y a nuestra doxa particular en forma de prejuicios) de buscar lo rentable, esta forma de pensar es la que busca anular el pensamiento filosófico de la enseñanza, busca fomentar las ciencias formales que pueden dar unos frutos técnicos, visibles y a los que puede sacársele rentabilidad económica. Básicamente es el sistema en el que vivimos, un sistema que presume de racionalidad, pero como se dice en Fausto, de Goethe, “el ser humano utiliza la razón para ser más bestial que toda bestia”, que podamos ser racionales no implica que lo seamos siempre (y a veces no lo somos nunca) pero aun así presumimos de ello y alegamos que es inherente a nuestra condición humana.

Esta racionalidad de la que presumimos y hacemos ondear como el estandarte de la humanidad es la responsable de las guerras, el hambre, la pobreza, el capital, la corrupción… Como vemos no somos tan racionales después de todo o, igual, tenemos otro concepto de “razón” distinto que no estamos dispuestos a admitir, quizás sea más humano el ser inhumano.

Retomemos el hilo inicial del discurso, se mencionó en la última conferencia de La filosofía como terapia en la sociedad actual algo a cerca de la visión del carpe diem y el  memento mori y cómo esta visión, en apariencia vitalista y jovial que parecen un auténtico grito de “¡Sí a la vida! no son más que constructos ideados para hacer más llevadera la existencia en base a un horizonte vitalista y vacío, un horizonte que implica una perspectiva de consumo exacerbado, una vorágine de capitalismo pura y dura. ¿Qué cómo es esto posible? Bien, si el negocio, y aquí no me quedo en las ciencias formales sino que incluyo toda visión ya impuesta, tanto filosófica como religiosa o moral, “vende” la finitud de la vida, pero de una vida vacía y abierta a todo, “vende” también un cierto cómo, este cómo no es otro que el cómo llenarla.

Me explico, si tomamos como horizonte la vida estamos tomando una perspectiva que implica un absoluto vacío, la vida nunca está llena del todo hasta que el existente –por utilizar un lenguaje más heideggeriano- toca a su fin y abraza la muerte. Tomando esta perspectiva vitalista que le interesa al capitalismo trataremos de llenar nuestra vida consumiendo constantemente, como monstruos megalómanos ansiosos de acaparar constantemente más y más, pensando que este afán acumulativo nos traerá la felicidad, cuando lo único que hace es seguir engrasando los mecanismos del sistema capitalista, del negocio, que no para de retroalimentarse y auto-perpetuarse gracias a la esfera de lo impropio, de lo ya-establecido, en la que se hunden las raíces de nuestra educación y tradición. Es, en realidad, una condición inherente al Dasein el sentirse vacío, pero esto no es malo, al contrario, implica que el existente es un ser abierto, de sentirse repleto y lleno se cerraría en sí mismo y no buscaría acceder a nada ni el ir más allá de lo que se le da. El único modo de abrazarse a sí mismo, de encontrarse y conocerse, es transitorio y sólo puede conseguirse aceptando nuestra propia existencia, esto es, aceptando nuestra finitud.

Sería menos patológico aceptar un horizonte de muerte en el que proyectar nuestra vida, por muy contradictorio que esto pueda sonar, uno no debe temer a la muerte o comportarse como si esta nunca le fuera a sobrevenir, esto es un error. Aquel que acumula riquezas sin fin, espoleado por el sistema capitalista, es aquel que niega la finitud de su vida, que se cree una especie de deidad inmortal y trascendente. Debemos proyectar nuestra vida sobre el horizonte de la muerte puesto que esta, al contrario que la vida, está completa y no cabe en ella más que una total certeza de que terminará llegando, no se la debe temer, esto es lo que le interesa al negocio, a la medicina, a la farmacología, la necesidad de prolongar la vida hasta límites absurdos aunque esta vida prolongada no pueda llamarse vida, propiamente, como en el caso del paciente que está en coma, conectado a una máquina y sin ninguna posibilidad de volver en sí. Esta perspectiva engañosa y vitalista tan sólo busca su interés particular, busca alimentarse de la agonía, que comporta el estar vivo, de los existentes que participan en ella.

Nos encontramos como esta perspectiva de vida no es más que un parásito, una especie de vampiro, que se alimenta de las esperanzas vanas del ser humano por llenar su vida, cuando estamos, en cierto modo, condenados al vacío. Esto nos aterra, nos damos miedo a nosotros mismos, por esto mismo llevamos “máscaras” forjadas a base de ideas preconcebidas, prejuicios, ya impuestas por nuestra sociedad.

“El Dasein habla de sí mismo, se ve a sí mismo de tal y tal modo, y, sin embargo, eso es sólo una máscara con la que el Dasein se cubre para no espantarse de sí mismo. Prevención de la angustia.”[1]

“¡Piensa por ti mismo!” “Debes creer en ti mismo.”  Una y otra vez este añadido del “ti mismo” se repite en nuestro día a día, forma parte por completo de nuestra forma de hablar y expresarnos. El lema de la ilustración: Sapere aude, atrévete a saber, a conocer, por ti mismo, también poseía esta carga.

Podemos preguntarnos: ¿Dónde reside ese en-mí-mismo? ¿Qué es exactamente ese “yo”?
Sería absurdo plantearse la existencia de ese yo-mismo si contemplamos que no somos más que el mero resultado de nuestras circunstancias, tanto sociales como económicas e, incluso, biológicas. Sin duda podríamos quedarnos con esto y desechar al yo-mismo, quedando esto como una mera expresión. En este caso a la pregunta sobre la residencia de este ser-en-sí-mismo quedaría zanjada con un: No reside, directamente no existe siquiera.

¿Estamos, pues, huecos en cierto modo? ¿Qué es lo que nos hace realmente especiales y únicos como individuos? Existe, por supuesto, una respuesta de carácter científico a esta última pregunta: la genética. Cada uno de nosotros posee un código genético único para sí, un código irrepetible, sí, que viene condicionado por la herencia. Es este auge científico que venimos “sufriendo” el responsable de la pérdida de este “yo mismo”, se han perdido las esencias, todo ha quedado reducido a la materia. No somos más que reacciones químicas, físicas, movimiento de fluidos, impulsos eléctricos… El ser humano ha quedado como una máquina, a un amasijo de huesos, tendones y músculos sin un fin determinado más que moverse, desde el momento de su nacimiento, hasta la muerte.

Se han perdido todas las esencias, si es que existieron alguna vez, las cosas son meras apariencias medibles, cuantificables y que se corresponden con cálculos y fórmulas de carácter matemático empíricamente demostrables. Hemos quedado reducidos al número. Podemos ser perfectamente predichos, somos manipulables en forma de número, hemos perdido toda individualidad. Antes era la Ciencia quien nos arrancaba la parte espiritual y, ahora, la sociedad nos arranca la parte material, nos saca los huesos, nos arranca las vísceras y nos despoja de todo nuestro interior, nos reduce a máscaras de piel huecas y, con ello, al número. Uno ya no es un ser completo, ha perdido su “sí mismo”, después de eso tampoco es una máquina completa, puesto que ha perdido su “corporeidad” en favor del número.

En cierto modo hemos pasado por una transición del “yo mismo” al “nosotros mismos”, puesto que al ser parte del número somos parte, con ello, de la sociedad. Uno ya no se pertenece a sí mismo, ahora es compartido por el resto de individuos y este, a su vez, comparte a los demás individuos.

En suma: Partimos de un individuo completo, un ser que consta de espiritualidad (que no espíritu) y materia, esta espiritualidad se verá pulverizada por el auge de las ciencias y del racionalismo pasando a quedar sólo la materia. Finalmente los tiempos modernos harán que esta materialidad se pierda, casi a la par que la espiritualidad, pasando a ser este individuo un número más, perfectamente cuantificable, medible, sopesable, predecible y manipulable.

Hablábamos antes del individuo hueco, vacío, ahora nos encontramos con seres hechos de vacío, de nada. Ya no estamos ante el vacío, enorme, inabarcable, inenarrable y aterrador, no nos encontramos ante esa inmensa vastedad inefable, ahora somos parte de ella. ¿Cómo puede uno salir de esta situación? ¿Cómo podemos volver a corporeizarnos, a estar completos? Buscando en nuestro interior los restos del “yo mismo”, juntando los pedazos que la sociedad y el racionalismo no hayan pulverizado y tratar de reunirlos de nuevo lo mejor posible. Por el contrario también podemos recrearnos en la vastedad de este vacío, nadar en él desprovistos de esencia y sustancia, disfrutar de esta ligereza que uno siente cuando pierde todo rastro de sí mismo.  
Tenemos que realizar un esfuerzo y obviar el qué, tenemos que buscar la forma de acceder al cómo de las cosas, no podemos suspender estas en el aire y desechar toda relación que tienen con lo que les rodea, sólo alcanzando el cómo de las cosas que nos rodean podremos alcanzarnos a nosotros mismos, temporal y transitoriamente, siempre así.

No debemos temer este vacío interior, no debemos temer la angustia, tener miedo de esto es como si temiéramos respirar o el latir de nuestro corazón, no podemos despojarnos de esto hasta que la muerte lo haga por nosotros, es parte de nuestra condición como existentes. Al contrario, tenemos que aceptar esto y así, y sólo así, podremos sentirnos completos durante un momento, breve, pero al fin y al cabo merece la pena alcanzar a rozarse a uno mismo con la punta de los dedos.
Lo que sí está claro es que hemos anulado el valor que tienen las cosas por sí mismas y lo hemos sustituido por un valor económico, toda la realidad es una farsa, no es más que el resultado de valores aceptados por convenio social y enseñados, a golpe de dogmas y “verdades” o “empirismos”, con el fin de domesticarnos y volvernos dóciles, con el fin de contribuir a la enajenación del individuo, a esta alienación que la sociedad nos impone desde nuestro nacimiento, ya no sólo en el ámbito del trabajo. El propio sistema, como si de un ente vivo se tratase, trata de evitar el extrañamiento de los individuos que lo conforman para mantenerse así en el tiempo. Es curioso como estos constructos, diseñados y hechos por el ser humano, sean quienes sostienen las riendas de la humanidad.
Todo lo que conforma la realidad no es más que oropel que trata de imitar el verdadero valor de las cosas, pero olvidamos que lo realmente valioso no es el valor que la sociedad impone a las cosas, lo verdaderamente importante es el valor que cada uno le da a las cosas por sí mismo. Cada existente está abierto de suyo y cada uno debe decidir con qué va llenando su vida, esta tarea nos corresponde a cada uno y no podemos dejar que el sistema sea quien nos moldea a su antojo como si fuésemos sus peones en una eterna partida de ajedrez.



[1] Heidegger, M. – Ontología. Hermenéutica de la facticidad.  Ed. 1987 p. 52-53

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