Como
bien hemos visto en clase existe una concepción en la filosofía de Martin
Heidegger del negocio, este negocio
se refiere a las ciencias formales – la física, la biología, las matemáticas,
etc.- ¿Por qué llamarlas el negocio?
Bien, lo que buscan estas cosas es, al contrario que cualquier filosofía que se
precie, es el acceso al qué de las
cosas, una cosificación de todo lo que se nos da, tanto de las cosas y cómo se
nos presentan como de sus posibles aplicaciones, al mercado por supuesto. Este
negocio persigue la materialidad más absoluta, lo más “práctico”, sí, pero este
pragmatismo es completamente material y está orientado al consumismo y, en
resumen, a fomentar este sistema capitalista que nos arrastra consigo.
Bien,
mencioné, hace unas pocas líneas, el pragmatismo, lo práctico. ¿A qué me
refiero con esto? Es evidente, esta visión que nos han impuesto desde siempre
(perteneciente a lo ya-interpretado y a nuestra doxa particular en forma de
prejuicios) de buscar lo rentable, esta forma de pensar es la que busca anular
el pensamiento filosófico de la enseñanza, busca fomentar las ciencias formales
que pueden dar unos frutos técnicos, visibles y a los que puede sacársele
rentabilidad económica. Básicamente es el sistema en el que vivimos, un sistema
que presume de racionalidad, pero como se dice en Fausto, de Goethe, “el ser
humano utiliza la razón para ser más bestial que toda bestia”, que podamos
ser racionales no implica que lo seamos siempre (y a veces no lo somos nunca)
pero aun así presumimos de ello y alegamos que es inherente a nuestra condición
humana.
Esta
racionalidad de la que presumimos y hacemos ondear como el estandarte de la
humanidad es la responsable de las guerras, el hambre, la pobreza, el capital,
la corrupción… Como vemos no somos tan racionales después de todo o, igual,
tenemos otro concepto de “razón” distinto que no estamos dispuestos a admitir,
quizás sea más humano el ser inhumano.
Retomemos
el hilo inicial del discurso, se mencionó en la última conferencia de La filosofía como terapia en la sociedad
actual algo a cerca de la visión del carpe
diem y el memento mori y cómo esta visión, en
apariencia vitalista y jovial que parecen un auténtico grito de “¡Sí a la vida!” no son más que constructos ideados para hacer más llevadera la
existencia en base a un horizonte vitalista y vacío, un horizonte que implica
una perspectiva de consumo exacerbado, una vorágine de capitalismo pura y dura.
¿Qué cómo es esto posible? Bien, si el negocio,
y aquí no me quedo en las ciencias formales sino que incluyo toda visión ya
impuesta, tanto filosófica como religiosa o moral, “vende” la finitud de la
vida, pero de una vida vacía y abierta a todo, “vende” también un cierto cómo, este cómo no es otro que el cómo
llenarla.
Me
explico, si tomamos como horizonte la vida estamos tomando una perspectiva que
implica un absoluto vacío, la vida nunca está llena del todo hasta que el
existente –por utilizar un lenguaje más heideggeriano- toca a su fin y abraza
la muerte. Tomando esta perspectiva vitalista que le interesa al capitalismo
trataremos de llenar nuestra vida consumiendo constantemente, como monstruos megalómanos
ansiosos de acaparar constantemente más y más, pensando que este afán
acumulativo nos traerá la felicidad, cuando lo único que hace es seguir
engrasando los mecanismos del sistema capitalista, del negocio, que no para de
retroalimentarse y auto-perpetuarse gracias a la esfera de lo impropio, de lo
ya-establecido, en la que se hunden las raíces de nuestra educación y
tradición. Es, en realidad, una condición inherente al Dasein el sentirse
vacío, pero esto no es malo, al contrario, implica que el existente es un ser
abierto, de sentirse repleto y lleno se cerraría en sí mismo y no buscaría
acceder a nada ni el ir más allá de lo que se le da. El único modo de abrazarse
a sí mismo, de encontrarse y conocerse, es transitorio y sólo puede conseguirse
aceptando nuestra propia existencia, esto es, aceptando nuestra finitud.
Sería
menos patológico aceptar un horizonte de muerte en el que proyectar nuestra
vida, por muy contradictorio que esto pueda sonar, uno no debe temer a la
muerte o comportarse como si esta nunca le fuera a sobrevenir, esto es un
error. Aquel que acumula riquezas sin fin, espoleado por el sistema
capitalista, es aquel que niega la finitud de su vida, que se cree una especie
de deidad inmortal y trascendente. Debemos proyectar nuestra vida sobre el
horizonte de la muerte puesto que esta, al contrario que la vida, está completa
y no cabe en ella más que una total certeza de que terminará llegando, no se la
debe temer, esto es lo que le interesa al negocio,
a la medicina, a la farmacología, la necesidad de prolongar la vida hasta
límites absurdos aunque esta vida prolongada no pueda llamarse vida,
propiamente, como en el caso del paciente que está en coma, conectado a una
máquina y sin ninguna posibilidad de volver en sí. Esta perspectiva engañosa y
vitalista tan sólo busca su interés particular, busca alimentarse de la agonía,
que comporta el estar vivo, de los existentes que participan en ella.
Nos
encontramos como esta perspectiva de vida no es más que un parásito, una
especie de vampiro, que se alimenta de las esperanzas vanas del ser humano por
llenar su vida, cuando estamos, en cierto modo, condenados al vacío. Esto nos
aterra, nos damos miedo a nosotros mismos, por esto mismo llevamos “máscaras”
forjadas a base de ideas preconcebidas, prejuicios, ya impuestas por nuestra
sociedad.
“El Dasein habla de sí mismo, se
ve a sí mismo de tal y tal modo, y, sin embargo, eso es sólo una máscara con la que el Dasein se cubre para no espantarse de sí mismo.
Prevención de la angustia.”[1]
“¡Piensa por
ti mismo!” “Debes creer en ti mismo.” Una y otra vez este añadido del “ti
mismo” se repite en nuestro día a día, forma parte por completo de nuestra
forma de hablar y expresarnos. El lema de la ilustración: Sapere aude,
atrévete a saber, a conocer, por ti mismo, también poseía esta carga.
Podemos
preguntarnos: ¿Dónde reside ese en-mí-mismo? ¿Qué es exactamente ese “yo”?
Sería
absurdo plantearse la existencia de ese yo-mismo si contemplamos que no somos
más que el mero resultado de nuestras circunstancias, tanto sociales como
económicas e, incluso, biológicas. Sin duda podríamos quedarnos con esto y
desechar al yo-mismo, quedando esto como una mera expresión. En este caso a la
pregunta sobre la residencia de este ser-en-sí-mismo quedaría zanjada con un: No
reside, directamente no existe siquiera.
¿Estamos,
pues, huecos en cierto modo? ¿Qué es lo que nos hace realmente especiales y
únicos como individuos? Existe, por supuesto, una respuesta de carácter
científico a esta última pregunta: la genética. Cada uno de nosotros posee un
código genético único para sí, un código irrepetible, sí, que viene
condicionado por la herencia. Es este auge científico que venimos “sufriendo”
el responsable de la pérdida de este “yo mismo”, se han perdido las esencias,
todo ha quedado reducido a la materia. No somos más que reacciones químicas,
físicas, movimiento de fluidos, impulsos eléctricos… El ser humano ha quedado
como una máquina, a un amasijo de huesos, tendones y músculos sin un fin
determinado más que moverse, desde el momento de su nacimiento, hasta la
muerte.
Se han
perdido todas las esencias, si es que existieron alguna vez, las cosas son
meras apariencias medibles, cuantificables y que se corresponden con cálculos y
fórmulas de carácter matemático empíricamente demostrables. Hemos quedado
reducidos al número. Podemos ser perfectamente predichos, somos manipulables en
forma de número, hemos perdido toda individualidad. Antes era la Ciencia quien
nos arrancaba la parte espiritual y, ahora, la sociedad nos arranca la parte
material, nos saca los huesos, nos arranca las vísceras y nos despoja de todo
nuestro interior, nos reduce a máscaras de piel huecas y, con ello, al número.
Uno ya no es un ser completo, ha perdido su “sí mismo”, después de eso tampoco
es una máquina completa, puesto que ha perdido su “corporeidad” en favor del
número.
En cierto
modo hemos pasado por una transición del “yo mismo” al “nosotros mismos”,
puesto que al ser parte del número somos parte, con ello, de la sociedad. Uno
ya no se pertenece a sí mismo, ahora es compartido por el resto de individuos y
este, a su vez, comparte a los demás individuos.
En suma:
Partimos de un individuo completo, un ser que consta de espiritualidad (que no
espíritu) y materia, esta espiritualidad se verá pulverizada por el auge de las
ciencias y del racionalismo pasando a quedar sólo la materia. Finalmente los
tiempos modernos harán que esta materialidad se pierda, casi a la par que la
espiritualidad, pasando a ser este individuo un número más, perfectamente cuantificable,
medible, sopesable, predecible y manipulable.
Hablábamos
antes del individuo hueco, vacío, ahora nos encontramos con seres hechos de
vacío, de nada. Ya no estamos ante el vacío, enorme, inabarcable, inenarrable y
aterrador, no nos encontramos ante esa inmensa vastedad inefable, ahora somos
parte de ella. ¿Cómo puede uno salir de esta situación? ¿Cómo podemos volver a
corporeizarnos, a estar completos? Buscando en nuestro interior los restos del
“yo mismo”, juntando los pedazos que la sociedad y el racionalismo no hayan
pulverizado y tratar de reunirlos de nuevo lo mejor posible. Por el contrario
también podemos recrearnos en la vastedad de este vacío, nadar en él
desprovistos de esencia y sustancia, disfrutar de esta ligereza que uno siente
cuando pierde todo rastro de sí mismo.
Tenemos que
realizar un esfuerzo y obviar el qué,
tenemos que buscar la forma de acceder al cómo
de las cosas, no podemos suspender estas en el aire y desechar toda
relación que tienen con lo que les rodea, sólo alcanzando el cómo de las cosas que nos rodean
podremos alcanzarnos a nosotros mismos, temporal y transitoriamente, siempre
así.
No
debemos temer este vacío interior, no debemos temer la angustia, tener miedo de
esto es como si temiéramos respirar o el latir de nuestro corazón, no podemos
despojarnos de esto hasta que la muerte lo haga por nosotros, es parte de
nuestra condición como existentes. Al contrario, tenemos que aceptar esto y
así, y sólo así, podremos sentirnos completos durante un momento, breve, pero
al fin y al cabo merece la pena alcanzar a rozarse a uno mismo con la punta de
los dedos.
Lo que
sí está claro es que hemos anulado el valor que tienen las cosas por sí mismas
y lo hemos sustituido por un valor económico, toda la realidad es una farsa, no
es más que el resultado de valores aceptados por convenio social y enseñados, a
golpe de dogmas y “verdades” o “empirismos”, con el fin de domesticarnos y
volvernos dóciles, con el fin de contribuir a la enajenación del individuo, a
esta alienación que la sociedad nos impone desde nuestro nacimiento, ya no sólo
en el ámbito del trabajo. El propio sistema, como si de un ente vivo se
tratase, trata de evitar el extrañamiento de los individuos que lo conforman
para mantenerse así en el tiempo. Es curioso como estos constructos, diseñados
y hechos por el ser humano, sean quienes sostienen las riendas de la humanidad.
Todo lo
que conforma la realidad no es más que oropel que trata de imitar el verdadero
valor de las cosas, pero olvidamos que lo realmente valioso no es el valor que
la sociedad impone a las cosas, lo verdaderamente importante es el valor que
cada uno le da a las cosas por sí mismo. Cada existente está abierto de suyo y
cada uno debe decidir con qué va llenando su vida, esta tarea nos corresponde a
cada uno y no podemos dejar que el sistema sea quien nos moldea a su antojo
como si fuésemos sus peones en una eterna partida de ajedrez.
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